Pasaba de todo un poco. Los ojos, de por sí grandes, de mi nieta se tornaron enormes como luceros de noche sin luna. La imagen del mar la hipnotizó y, a la vez, la amedrentó. Mi nieto, aunque ya tenía alguna experiencia en la playa, corrió a preguntarme: ¿Gramma, de donde sale el mar? La inocencia de su pregunta me llenó de ternura. Mi hija, acompañada por sus primos que se han convertido en sus dos hermanitos menores, tomaba fotos con el entusiasmo de quien por primera vez contempla el océano.
El viento que soplaba sin cesar, logró llevar a mi nietecita hasta mis brazos pues la arena en su piel tenía el efecto de dardos de cerbatana mientras mi nieto se atrincheraba bajo la carpa más alejada del reventar de las olas.
La tarde no prometía mucho para los chiquitines y los mayores parecían estar dispuestos a terminarla pronto. Pero, como sucede frecuentemente, un pequeño evento dio un giro a la convivencia. Mi nieto, sorprendido por una ola, terminó bañado de cabeza a pies haciéndonos reír. Y, a pesar de sus temores iniciales, el chapuzón lo animó a tomar unos pasos para acercarse al mar. La pequeña, imitando el valor de su hermano, comenzó a corretear entre el jolgorio de los demás que comenzaron a juguetear con las olas tratando de evitar que los alcanzara. Del juego con el agua siguieron las guerritas con arena húmeda y, en unos minutos, la playa entintada con el dorado atardecer se estremecía entre las risas de chicos y grandes.
Mis cuerpo no sólo se llenaba de aire de mar, también se rejuvenecía por el sonar de aquellas risas retozando entre el vaivén acuático. Ante mis ojos vi desaparecer la frontera de las edades de los míos por la magia de la felicidad compartida. No había más adultos, niños o adolescentes sino sólo un puñado de seres radiantes de alegría.
A mis cincuenta y uno, puedo sentir como el gozar de mis amados aligera mis huesos y me devuelve el brío de los tiempos en que, lograr saltar sobre una ola, lo justificaba todo.
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