Me gustan los museos. Con sus corredores prístinos y el silencioso
movimiento monástico de los visitantes, son el ambiente ideal para fijar mis
sentidos al pasado. Caminando frente a pedestales, bustos, pinturas y objetos
atesorados en vitrinas, me entero de la vida de gente célebre.
Fue al recorrer esos pasillos que supe de una mujer que, apenas
cumpliendo la mayoría de edad, se convirtió en madre. Con el entusiasmo de una
infancia, dejada apenas unos años atrás, se entregó a la crianza de su primer
hijo entre las paredes de un piso pequeño y alquilado. Los muebles, en su
mayoría obsequios de boda, escaseaban al igual que los recursos de la familia
en ciernes. Aún así, nada empañó su determinación de ver florecer a su familia.
Sin desdeñar los deberes de la maternidad y el cuidado de su hogar,
extendió las alas cuando su segundo hijo salía de la primera infancia. Siempre
sumando: responsabilidades, esfuerzos, retos, aprendizaje y experiencia, avanzó
en el mundo que le era ajeno, el ambiente laboral fuera de casa.
Más allá de las pretensiones y atavismos de su época, ascendió los
escalafones de la corporación que le abrió la puerta, hasta convertirse en la
primera mujer en convertirse en cabeza de negocio. Y, en adelante, el trabajo
bien hecho la convirtió en la mejor opción de la empresa para rescatar del fracaso a aquellos lugares que
urgían de la presencia de un profesional.
La máscara del corporativismo no le hizo olvidar su primer deber: ser
esposa y madre. Así fue que tomó la mano de su hijo y pronunció frases de apoyo
cuando las malas noticias se anunciaron. Corrió, balde en mano, lista para
socorrer al hijo que se estrenaba en la aventura de una vida independiente. Sin pensárselo dos veces,
puso su futuro económico en juego, para fincar una plataforma profesional para los suyos.
Ni siquiera un mar la ha detenido para ir hasta su hijo, apoyarlo, celebrar
sus triunfos y alentarlo a combatir sus dudas.
La viudez temprana, la vida de trabajo intenso y la ausencia de los
suyos, no han podido borrar la sonrisa ni el optimismo por el futuro. En
secreto, guarda sus temores y las lágrimas que se secan al calor de la
esperanza.
Aunque conocí de ella entre caminatas por los museos, esta mujer no tiene
ni tendrá nunca un pedestal ni su imagen será conocida, por muchos, enmarcada en una marialuisa. Su historia no vive de la celebridad ni de los pinceles del
arte pues es la cotidianidad de sus vivencias lo que la hace resaltar como
ejemplo de entereza y sensatez.
Su nombre, María, se convierte en representante de tantas mujeres como
ella que, en la fama que no trasciende los muros de su hogar, dejan huella en
la memoria de quienes conocen su andar.
Esa mujer y yo, hoy, vivimos unidas por un vínculo único: nuestro nieto.
Y sólo espero que mi memoria se mantenga fresca para que, en el futuro, mi nieto escuche de
mis labios lo que sé, algún día, será la raíz del orgullo de llamarla abuela.
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