Unas cuantas estrofas colgadas en la suave música de una guitarra, y mi
corazón levantó el vuelo hacia el pasado donde abandoné mi infancia. Entonces
comprendí porqué amo ser abuela y porqué atesoro mi papel como un sagrado
ministerio.
¿Quién, al paso de los años, no vuelve a ese tiempo infantil como un antídoto
y refugio frente a la crudeza de las realidades del adulto?
Es ahí, en el futuro “pasado” de mis nietos que encuentro valiosa mi
labor.
Quiero, con estrepitosa generosidad, sembrar su infancia con palabras
tiernas, besos cariñosos, abrazos cual capullos y regazos pacientes. Me
propongo regarlas con presencia constante y sonrisas refulgentes de aceptación
para que, como un bosque tupido, los cobije la frondosa sombra de una
remembranza que les confirme lo mucho que siempre han sido amados.
Deseo ser una buena reminiscencia de su pasado, y aderezar con dulzura cualquier
momento triste de algún presente que quiera infectarlos con las amarguras de la
vida.
Sé que el futuro es incierto y que, al convertirse en adultos, mis nietos serán
retados por la realidad. Es por eso que quiero ser un buen recuerdo y un
remedio contra la corrosiva pesadumbre que el cansancio de crecer pueda traer.
Hoy estoy aquí y reto al futuro. Hoy, lanzo un desafío al porvenir para
luchar a las “vencidas”, mano a mano, todo por preservar la sonrisa de mis
nietos.
Cierro los ojos y miro al Señor. Mi oración, esta mañana, es corta pero
profunda:
“Padre mío, infunde en mi alma todo el amor posible para regalarlo a mis
nietos. Déjame atiborrar sus recuerdos con memorias que les hablen de mi amor
y, mejor aún, del Tuyo”.
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