Con todo el apuro matutino, sequé mi cabello y me escuché diciendo: “¡Qué
bueno que tengo el cabello rizado!”.
No terminaba con la vertiginosa tarea de
peinarme (algo que no me toma más de 4 minutos), cuando vinieron a mi memoria
aquellos tiempo juveniles, en los que me quejaba con testaruda amargura por mis
chinos ensortijados.
Fue inevitable caer en la tentación de revisar las cosas que, a lo largo
de mi vida, me hicieron infeliz y que, al paso de los años, han resultado una
verdadera fortuna.
Comenzando por mi cuerpo, recordé la frustración por su carencia de curvas durante mis años mozos, y cómo ahora es tan cómodo que me permite usar prendas de elegancia simplista.
La falta de facilidad de palabra, en mi juventud, me hizo sentir un tipo
de minusvalía por no poder discutir o debatir mis ideas. A mis cincuenta y tres,
me doy cuenta que esos tiempos juveniles, en donde el ego es insolente y colmado de un
extra de necedad, no tuvieron un foro para expresar tantos desatinos que lamentar. Es más,
hoy me doy cuenta de que son pocos los momentos y la gente con la que merece la pena discutir. En la gente de mi edad, observo una fuerte tendencia a exigir ser
escuchados y menos dispuestos a escuchar. A fin de cuentas, ¿para qué hacerlo? A mi
edad, muchos ya se han comprado su verdad y no están dispuestos a negociarla, sin importar el argumento.
Y ni qué decir de mi anacrónica afición por los libros y tendencia al
ensimismamiento, pues fue esa combinación la que me llevó a encontrar la pasión
que hoy me hace escribir.
Es en este recuento que llego a una conclusión: Antes de recurrir a la queja
o la inconformidad, quizás deba esperar a llegar a la vejez; no vaya a ser que
al paso del tiempo, el motivo de mi demanda, resulte una bendición.
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