Rondaba los 35 y ella los sesenta.
Por esas vueltas del destino, ella y yo coincidimos en un viaje, en el
relajante renglón de “acompañantes” o dicho con más propiedad de “consortes”, y
sin más obligación que pasear en ausencia de nuestros amados –como ella llamaba
a nuestros esposos– y esperarlos con la sonrisa bien lustrada de labial, cada
tarde, a su regreso después de una intensa jornada de citas de trabajo.
Las calles de Argentina, con sus aparadores y sus costumbres estetas, nos
mantuvieron en la caminata hasta que una vitrina, con sus abrigos y originales
prendas, nos invitaron a detenernos. ¡Vaya arte de cubrirse con estilo!
Naturalmente austera en el tema del vestido, desconocí mi fascinación por
un abrigo de corte amplio y cuello bajo. Pero más fue mi sorpresa cuando, al
mirar la etiqueta, descubrí que rebasaba por mucho mi capacidad de gastar
dinero en un capricho de moda.
-Si le menciono a mi marido el precio –le confesé– seguro muere de un
infarto.
Con el rostro alumbrado por el destello de sus ojos, sonrió.
-¿Y para qué mostrarle la etiqueta? –me dijo, parada junto a mí y mirando
en el espejo– si yo casi a los sesenta puedo cautivar y convencer con algo
mejor, ¿qué de ti?
El calor se me subió al rostro y no pude más que reír con la risa más
tonta jamás escuchada en el lujoso almacen.
El indiscreto oído de la encargada de la tienda se unió a nuestra conversación.
-¡Claro, mujer!–añadió, cercándome por las espaldas– llévatelo y atiende
el buen consejo de tu amiga.
Evitando mirar a la extraña, fingí
concentrarme en el abrigo y miré al espejo. ¡El saco era tan hermoso!
-No tienes que usar nada –añadió mi casi sexagenaria compañera de viaje– sólo hazle el mejor regalo que un esposo puede recibir: Tú, sólo tú, y envuélvelo con
lo que a ti te guste.
Así que, con un abrigo –muy caro, por cierto– colgando de mi brazo, salí de
la tienda mientras escuchaba el final del consejo, discreto y en palabras
breves.
"Tan sólo un abrigo sobre la piel y una disposición a amar con la sinceridad de mi
corazón".
¿Qué si tengo el abrigo?, se preguntarán. ¡Por supuesto que lo tengo!
¿Qué si seguí el consejo?
Bueno, los remilgos que aún atajaban mi voluntad a los treinta y cinco,
me impidieron actuar con tanta audacia pero, si he de hablar algo a mi favor,
les diré que, lo que tuvo que cubrir aquel abrigo. . . fue realmente muy poco.
P.D. ¿Por qué no escuchamos los consejos de nuestras abuelas, más seguido,
y las mujeres usamos, legítimamente, las armas que Dios nos dio para cautivar a
nuestros esposos?
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