El complot de un puñado de células bajo la piel, forman un tumor; la llamada
que distrae al conductor, quien no ve al peatón que arrolla; un cromosoma de
más que cambia el futuro de un bebé; el despertar de una enfermedad auto inmune
que postra en dolor, anunciando el final; el corazón que se agota de bombear para
un cuerpo agrandado por la grasa; la mirada femenina que atrae a un hombre, cansado de los reclamos diarios en casa; el agua hirviendo cayendo sobre el
cuerpo de un niño; la obstrucción en una arteria que ancla, de por vida, a un
cuerpo sobre una silla de ruedas; un resbalón en el baño, una falla en un
avión, un olvido en la cocina,
¡cualquier cosa!. . . y nuestra frágil vida cotidiana se quiebra con el
estridente grito del “hubiera”.
Entonces ese “hubiera”, en medio de la nueva y cruda realidad, se ensaña
con obstinación, obligándonos a imaginar lo que pudimos haber evitado de la
tragedia que nos aplasta.
Un nuevo equilibrio se impone. Bajo el peso de la pérdida, el privilegio
en el que vivíamos unos instantes antes del instante fatídico, parece esfumarse
y no hay manera de volver a atrás para
recuperar lo perdido.
¿Qué alienta nuestra insaciable inconformidad? ¿Quién o qué nos convenció
de que, para ser felices, agradecer y disfrutar, nuestra circunstancia debe ser perfecta,
y nuestras necesidades, anhelos y expectativas deben ser todos satisfechos?
No puedo evitar sentir frustración y vergüenza. Frustración al ver todas
aquellas bondades y bendiciones en la vida de la gente, que no son agradecidas.
Y vergüenza por descubrir que. . . no soy muy distinta a ellas.
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