Ni los rayos del sol pudieron despejar las nubes de odio que me envolvíeron.
El amanecer, con su claridad, sólo hizo más visible la oscuridad del
sentimiento que, al caer el sol, se instaló en mi alma cuando cerré la puerta.
Odié al colchón que, con sus gemidos nocturnos, me despertó reclamando tu
abandono. ¿Acaso no puede entender que, por más que me riña, tu cuerpo no estará
junto al mío?
Odié el aire de nuestra habitación que, indiferente a mi pesar, devolvía
el eco de una única respiración. . .la mía.
Odié el amor que siembra el eterno temor de no tenerte más. Un miedo que,
como fantasma furtivo, me acecha y protagoniza las pesadillas en donde ni
siquiera puedo llorar por el terror de vivir en la soledad de ti.
Odié esa entrega y ese amor por nuestra familia, casi estoico, por el que te
alejas de mí; odié pensarte, siempre yendo a la casa de un futuro de cobijo y
cuidado para los nuestros. Y entonces, con resignación, acepté la distancia y
la ausencia pues, ¿acaso no es ese amor incondicional que prodigas a nuestros
hijos y ni nietos el que me hace admirarte casi al borde del pecado? ¿No es el
sacrificio de tu tiempo, tus sueños, tu vida y tu salud, en aras del bienestar
de nuestros amados, lo que te hace la mejor persona que Dios pudo entregarme
por compañero de jornada en esta Tierra?
Guardo mi odio bajo la cama. Abro mis ojos a una realidad que, en dos recuadros
del calendario, me recuerda que tu ausencia habrá de morir en pocas horas y, sin
remedio. . .vuelvo a amarte más.
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