. . .Él soñaba con los viajes que harían juntos, mientras ella pensaba en los seguros universitarios para los hijos.
Él planeaba una familia con tres hijos, mientras ella vivía atormentada preguntándose si no sería un fracaso como madre.
Él retrasaba la hora de dormir de los niños para contar un cuento, mientras ella repasaba las citas del pediatra, dentista y el plan de alimentación diaria.
A él le gustaba dormir con la televisión encendida y a ella le producía jaquecas.
Él elegía películas con un mínimo de tres muertos y ella las historias románticas de final feliz con muchas lágrimas.
Una cena con tacos, para él, es un manjar y, para ella, sin ensalada, no hay comida.
A él le gusta reír, a ella le gusta pensar.
A él le encanta comer y ella prefiere leer.
¿Qué si es la historia de un divorcio? ¡No! Es la historia de un amor, muy extraño y fascinante. Y es tan sólo el comienzo de los 25 años que, mañana, celebraremos mi esposo y yo.
Porque, sin darnos cuenta, amanecimos con un pasado que, a hurtadillas, se hizo viejo y ahora tiene 5 lustros.
Hoy, tenemos dos hijos adultos. Contamos con orgullo que nuestra hija mayor es doctora y que nuestro pequeño, ya de 21 años, ha recorrido más mundo que nosotros mismos. Aunque a ratos nos duele la espalda, jugamos lego, carreterita y al arenero con nuestros dos nietos.
Algunas tardes cambiamos los restaurantes por una velada bajo las mantas en el sillón, bocadillos de queso y un buen vino.
La verdad es que estamos cayendo en la cuenta de que, aquella canción que adoptamos para contar nuestros sueños, “El camino de la vida”, día a día se ha ido cumpliendo y que habla de nuestro anhelo al final de la tonada: “Por eso, amado mío, le pido a Dios que, si llego a la vejez, tú estés conmigo”.
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