“No pierdan sus fechas”, dijo mi madre, con un resonar de cristales diminutos al fondo de su voz, cuando le hablé de nuestros planes. Hablábamos de huir un fin de semana para festejar nuestro aniversario en una cabaña escondida a las afueras de un pueblo mágico, al pie de un peñasco.
Mientras ella recordaba los tiempos en que su esposo, mi padre, hacía memorables los días especiales con regalos espléndidos e invitaciones al teatro, yo hice el recuento del último año de nuestras vidas. Tiempo en que, más que perder nuestros días especiales como esposos, decidimos renunciar a ellos para atender con amor a nuestros seres queridos necesitados de cuidados y atención.
Y, como muchos sacrificios, fue doloroso dejarlos atrás en la lista de prioridades e, incluso, vivirlos separados físicamente el uno del otro. Así pasó la fecha de nuestras bodas de plata sin siquiera poder abrazarnos, al igual que nuestro sencillo ritual del mes recordando el día que hicimos votos con Dios como testigo. ¡Cuánta añoranza sentí de su compañía y cuanta falta me hicieron nuestras celebraciones privadas!
Creo que, si la gente supiera cuanta renovación sobreviene de esas conmemoraciones, pasaría más tiempo celebrando y menos reclamando.
Hoy, preparo la maleta para escaparnos a festejar. Mi equipaje incluye amor, recuerdos juntos, una botella de vino con algunos manjares, música para visitar el pasado y, más importante, esos votos escritos en un papel para releerlos frente a la vela que nos recuerda que, Dios, es la principal de este triángulo de amor.
A mis cincuenta y uno, vivo cada vez más enamorada y, eso, es, sin duda, un gran motivo para celebrar. ¡Feliz aniversario, amor!
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