La forma de reconocer y resolver el problema me dejó muy satisfecha. Pero, a mis espaldas, una pareja comenzó a compartir sus quejas sobre el incidente bajo el argumento de que los maestros no tendrían ni control ni atención suficientes para su hijo.
Como era inevitable escuchar la conversación estando ellos a mis espaldas, tuve que contenerme para no intervenir. Y, afortunadamente, la discreción y el dominio propio me asistieron para no voltear y hablarles del sistema en el que mi generación, todos rondando ahora los 50 años, fue educada.
Los grupos tenían un promedio de entre 40 y 50 alumnos, y sólo bastaba que la maestra levantara la vista, mientras revisaba otros materiales y nosotros trabajábamos individualmente, para que el salón quedara en total silencio.
La amenaza de ser enviados a la dirección era una pena máxima que lográbamos hacer caer sobre nuestras cabezas después de una falta muy grave. Y las sanciones intermedias iban desde un par de planas extras hasta perder derecho al recreo. Todas ellas ocurrían muy esporádicamente en el salón pues, con una queja dirigida a nuestros padres en el cuaderno de tareas, teníamos consecuencias suficientemente severas como para evitar incurrir en infracciones mayores.
Nuestra educación incluyó la memorización, la repetición escrita (entiéndase planas y planas), el esfuerzo por las tardes con las tareas y renunciar a muchos placeres en época de exámenes. Y puedo asegurar que ¡todos sobrevivimos! Además, ninguno requirió tener a la maestra sentada a nuestro lado para lograr los niveles de aprendizaje aceptable que, hoy me jacto, hasta nos enseñó buena ortografía.
A mis cincuenta y uno, y aunque empiezo a sonar como los abuelos, empiezo a creer que el sistema escolar no está mal en el diseño de las materias, sino en la ausencia de principios que son base y fundamento para toda buena educación: el respeto a las autoridades, la disciplina, el sentido de responsabilidad y del esfuerzo.
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