En la sala de un teatro escolar, escuché decir al joven que personificaba al diablo de
la obra: “Para entender el dolor del
otro, sólo hace falta un poco de imaginación”.
Así que, esa noche, cerré los ojos e IMAGINÉ:
IMAGINÉ que llevaba meses de soportar el dolor de las articulaciones y
la fatiga de cada parte de mi cuerpo. Que los calambres constantes me
recordaban que, poco a poco, mi cuerpo estaba muriendo envenenado y mis
riñones, muy pronto, dejarían de funcionar para siempre.
IMAGINÉ que el hambre me despertaba y, en mi interior, me debatía
entre ir por alimento o gastar la poca energía del día en esforzarme por sentirme
vivo.
IMAGINÉ que el eco de la casa vacía me recordaba que, por el bien de
mis dos hijos, los enviaba a un país lejano donde pudieran recibir la provisión
que yo no podía darles.
IMAGINÉ que soñaba con las risas me mis niños, cuando aún podíamos
jugar y reír juntos en la piscina; sólo para despertar sabiendo que era el
momento de pasar un largo rato enchufado a la máquina de diálisis que me
mantenía con vida.
IMAGINÉ que, un día, Dios comenzaba a responder a mi oración y veía
gente movilizándose para ir en mi ayuda; algunos haciendo propuestas descabelladas
o enviando mil mensajes pidiendo ayuda para hacerme un trasplante.
IMAGINÉ que el corazón me rebozaba de gratitud al ver que gente
desconocida respondía a mi clamor y, también, lloraba al percibir que otros la
ignoraban, pensando que era una causa ajena y lejana a su realidad.
Abrí los ojos y encontré una
realidad inesperada. Las bendiciones que me rodeaban parecían haberse revestido
de una luz que antes no vi en ellas, y las agradecí desde lo más sentido de mi
alma. Pero, también, la necesidad de otros cambió de tono y tomó una forma
humana, con rostro, lágrimas y voz.
Entonces recordé las palabras de Dios, diciendo: “A aquel, pues, que
sabe hacer lo bueno y no lo hace, le es pecado. . .” y supe que no había marcha
atrás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario