Ayer comí con mis padres. Mi papi, de 81 años, y mi mami, escucharon atentos y
pacientes mi relato de los últimos acontecimientos y preocupaciones en mi vida;
mis nietos e hija me rodearon, entre solicitudes y bromas; mis hermanas, con
guiños de complicidad, me acompañaron en la sorpresa para mi nieta; disfrutamos
de comida casera y nuestra mutua compañía. ¡La tarde en familia, perfecta!
Esta mañana, muy temprano, el frío me despertó y mi primer pensamiento
fue el día que me esperaba, impaciente, tras dejar las cálidas sábanas de mi
cama. Mi corazón se estremeció y un miedo inmenso sacudió mi cuerpo. Hoy debía
vestirme, nuevamente, con las ropas del mendigo.
Algo he descubierto en tres días: ¡Que vida más dura es la que viven
los mendigos!
En 72 horas, he podido sentir el dolor de esos que van por la vida,
andando sobre pies cansados en busca de ayuda. He percibido, igual que ellos,
la mirada indiferente de aquellos inmunes al sentimiento de compasión. He visto
el disgusto de otros que encuentran incómoda mi solicitud de apoyo y como han subido
la ventana para no escuchar mis súplicas y argumentos. Me encontrado con ojos
que dudan, oídos que se cierran, corazones que ignoran y simpatías casi
indiferentes.
Vistiendo las desgarradas ropas de la necesidad, he comprendido la realidad
de los pobres. Y, aunque doy gracias a Dios porque la realidad de mi vida es
otra, más le agradezco hoy no ser parte de ese grupo de infortunados mendigos.
Reviso mentalmente mi guardarropa y me doy cuenta que no importa en
absoluto lo que vista. Mi alma ya se ha puesto los andrajos de la necesidad y
estoy lista para continuar mi peregrinar en busca de ayuda para lo que ya
algunos llamaron “Causa perdida”.
Respiro hondo y oro. Pido a Dios que retenga en mi memoria lo bello de
la humanidad que también he encontrado en esta empresa: El mensaje de una prima
que, como la pobre viuda, entregó sus últimos dos centavos; las inmediatas
respuestas de ese grupo de mujeres, ofreciendo ser parte del milagro; el
esfuerzo de esa amiga que, tras una década de ausencia, se empeñó en abrir mi
mensaje para regalarme un “SI”; el regalo para una rifa, la más extraña a ojos
de muchos, pero símbolo de la buena voluntad; el dinero de la semana de un
estudiante adolescente; los líos de una misionera para encontrar la forma de
hacer una transferencia internacional y así contribuir; las aportaciones de
aquellos que sólo me conocen por las redes sociales y. . . ¡Dios, dame aliento
para continuar tu empresa! ¡No permitas que olvide el milagro que has sembrado
en esos y tantos otros corazones!
Hoy iré al encuentro de quien tiene puede alojar entre sus muros el
milagro para Manny. Hablaré con la voz del mendigo pidiendo ayuda y, pido a
Dios, sean sus oídos compasivos. Y tú, que estás leyendo este mensaje, ora por
mí, para que aprenda de la humildad y el valor de los mendigos.
P.D. Ahora sé por qué Jesús
caminó, en esta tierra, entre los pobres.
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