Madiba (Nelson Mandela) muere
a los 95 años y los medios de comunicación, redes sociales y conversaciones de
café se llenan de comentarios de alabanza y tristeza por la pérdida.
Entonces se presentan, para quienes no han conocido su historia hasta
ese día, las palabras: injusticia, represión, racismo, segregación y abuso.
Junto a ellas, la labor de Mandela toma la dimensión suficiente para que el
reconocimiento se filtre en cada pésame.
El legado del hombre y del líder quedan en la memoria de la humanidad;
la gente se estremece al escuchar de sus 20 años de cautiverio y aplaude su
valor para abandera lo que, en su momento, se entendía como una causa perdida.
Y aunque hace tiempo que me convencí que nunca alcanzaré a entender a
la humanidad, la observo y oteo en su reflejo para encontrar lo que debo
cambiar en mí e imitar lo digno de seguir.
Trato de imaginar la vida de Madiba
y los que le rodearon durante sus años en prisión. ¿Cuántos lo habrán
abandonado, cuando el tiempo en la cárcel se sumaba, al considerar su vida como
un fracaso? ¿Quiénes habrán unido esfuerzos a su propuesta, cuando el temor
arrastró al anonimato y a la cobardía a quienes no creyeron en su causa?
¿Cuántas veces se habrá sentido solo, olvidado y cansado de ver su clamor de
esperanza y cambio, ignorado?
Estoy convencida que “las causas
perdidas” refuerzan el letargo de las masas, incapaces de ver más allá de
su derrota anticipada y ciegos a la visión de gente extraordinaria. Pero cuando
esas causas se convierten en cambios milagrosos que traen ejemplo y beneficio a
los más necesitados, esas mismas masas indolentes son las primeras en sumarse al coro
de elogios, ensalzando los titánicos esfuerzos del ignoto líder.
Me pregunto, ¿a qué grupo habría yo unido mis esfuerzos, de haber
estado hombro con hombro con Mandela? ¿A la de los visionarios que vencieron el
temor y el desánimo de los que los rodeaban, o al de aquellos espectadores
miedosos y conformistas?
Con ejemplos como el de Mandela, casi todos podemos reconocer lo bueno,
valioso y digno de alabar. Podemos enlistar lo que lo hizo diferente: Su
entrega, su sacrificio, su renunciación, su visión, su esperanza, su convicción
y su amor al prójimo desconocido. Todos lo reconoceríamos por su ejemplo.
Hoy me doy cuenta que, día a día, la disyuntiva sobre lo que podemos ser
y a que grupo pertenecer, se siguen presentando a todos nosotros. A todas las
escalas, los retos para sumarnos a un imposible siguen invitándonos. Y descubro que también nos acecha la inercia del egoísmo, hablándonos al oído, para
convencernos que, esa causa, no nos pertenece.
Además de aplaudir y honrar a un hombre excepcional, quiero
recordarlo. Y cuando sea mi turno de levantarme, dejando el cómodo asiento de
mi bienestar individual, quiero traerlo a mi memoria y tomar prestada su visión impávida para
imitarle.
¿Cuántos Mandelas nacerán de
la poda de su muerte?
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