Hace tiempo. . . mucho, mucho tiempo, vivió una niña que aprendió con el
engaño lo más difícil de ser mujer en un mundo caído. Así comprendió que la
confianza se entrega sólo a algunos y que, fuera de los muros del hogar, la
maldad andaba suelta. Aunque el dañó tardó años en recibir nombre y ser parte
de su vocabulario, el daño fue inmediato y la cicatriz creció para cubrir la
herida, atrapándola como una gran coraza que la protegiera del mundo.
Junto con ella, la armadura creció pegada a su piel y, sin darse
cuenta, continuó por la vida, aislada y tiritando de soledad.
Dentro del capullo, la niña generó su propia idea del mundo de afuera
y lo llamó “amenaza” y “maldad”. Y aunque la niña dejó de serlo, sus ojos
olvidaron la natural curiosidad de otear entre la humanidad para encontrar a la
gente buena.
Desconfiada y revestida de indiferencia, sobrevivió el abandono del
mundo mientras su necesidad de cercanía fermentaba en su alma. Hasta que un
buen día, su conciencia creció y creció, abriéndole los ojos para descubrir a
la gente bondadosa, los caminos luminosos y las manos sinceras que también habitaban en el mundo.
¡Cuánto tiempo perdido!, se lamentó. Pero una Voz en su interior le
aseguró que aún había destino por vivir.
Fue entonces cuando la mujer, sin olvidarse de la sabia cautela, bajó
los puentes de su alcázar e invitó a entrar a quienes sólo había intuido desde
dentro. Reconociendo su propia fortaleza, se miró al espejo y la imagen ya no
le reflejó a la niña indefensa. Su corazón se llenó de esperanza y su espíritu
de valor al sentir su brío y sus ganas de correrse en la aventura de vivir.
Llegó el tiempo de renombrar a aquel evento, pensó, y en lugar de
herida, lo llamó experiencia. Y sobre la lápida de la niña, con gratitud, posó una flor que le susurró la despedida.
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