No hace mucho tiempo, mi visión de la vejez se levantaba como un telón
gris y amenazante. El declive de las capacidades y la enfermedad de mis padres,
me nublaban el optimismo.
Ahora, aunque el tiempo sigue haciendo su labor día a día, las
tempestades han pasado y, contra mi pronóstico, encuentro que muchas cosas
lucen mejor que antes. Mis temores sobre derrumbes y destrucción han quedado
sepultados bajo una realidad inesperadamente dulce: Mis padres, aunque caminan
más lento y descubren un nuevo achaque por semana, se aman y procuran el
bienestar del otro con más dulzura.
La vejez, ahora entiendo, es un gran regalo para quienes han sabido
anclar su matrimonio con votos de fidelidad, apoyo y amor. Cuando veo que el
uno baja la velocidad del paso para acompañar al otro, o se cuida de dar tentación
con lo que come, si ello daña al compañero, me convenzo de que la bendición de
la mutua compañía es el premio y gran regalo por mantenerse firmes en la
decisión de amar.
Ayer, con una cena sencilla, festejamos los 57 años de matrimonio de
mis padres. Celebramos la unión que ha logrado sobrevivir a las nuevas
tendencias que se empeñan en convencer al ser humano de correr tras sus propios
intereses, anteponer su realización profesional –a costa de lo que sea –, y
borrar del vocabulario la palabra “sacrificio”.
Gracias a que ellos mantuvieron firme el timón durante las tormentas,
nosotros, sus hijos, y sus nietos, siempre tenemos un lugar adonde volver para
recibir el abrazo y cobijo familiar.
Alguien al felicitarlos, con mucho tino, los llamó “especie en
extinción” y comparto su opinión pues, día a día, los matrimonios sucumben en
gran número y se rehúsan a buscar el secreto que ha mantenido juntas a las
parejas como la de mis padres.
A Dios no le gusta el divorcio, me recordó una amiga, y ahora entiendo
por qué. Si Él sólo procura nuestro bien y sabe de los pesares de la vejez, ¿no
será por eso que nos quiere bendecir a través del cuidado de nuestro compañero,
durante el invierno?
Gracias a mis padres, hoy veo la belleza de la vejez y espero poder
deleitarme de esa complicidad que, sólo en los matrimonios viejos, se puede
disfrutar.
¡Dios les conceda muchos años más, amados padres, juntos y continuando
siendo para el otro, una bendición!
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