¿Cuándo o porqué, siendo niños, tomamos la conciencia de las
diferencias e intentamos situarnos en la escala donde, a los menos favorecidos
les llamamos “pobres” y a los que mucho tienen, “ricos”?
A veces, creo yo, es el tamaño de la casa o la frecuencia con la que
estrenamos auto. Aunque, cuando asistes a una escuela donde todas llevamos uniforme y llegamos al cole a pie, tales diferencias quedan veladas y
acaso se vislumbran en las etiquetas con las que nuestras madres marcaban los
libros o en el diseño de la mochila.
Pero, por alguna razón, a mis nietos les llegó la hora y me tocó
escuchar un par de vocecitas declarar: “Gramma, es que somos pobres”.
Además del desatino de semejante aseveración, la conmoción me hizo
fruncir el ceño y traté de adivinar la razón de sus conjeturas. Siendo difícil
puntualizar lo que nutrió su idea, me concentré en orientar su atención a la
vida que los rodeaba.
Haciendo una lista de lo más obvio, desde la familia y el cobijo de sus afectos hasta la comida,
vestido y juguetes, fueron contestando que nada de eso les faltaba. Pero
comprendí que, más allá de las palabras, era importante que ante sus ojos se
mostrara una evidencia refulgente de realidad.
Así que, como todos los años, propusimos a los niños una actividad
para ejercitarlos en el importante hábito de dar y despertar la generosidad de
sus corazones.
Una vez decoradas las cajas y rellenas de dulces, enfilamos hacia una
comunidad cercana para entregar los obsequios a los niños, y otros tantos para
los adultos. Como era de esperar, cuando mis nietos terminaron de entregar las
golosinas, aún seguían apareciendo nuevos rostros que esperaban un regalo. Con ojos
sorprendidos y un timbre de ansiedad en la voz, mi nieta exclamó -¡Ya no tenemos
más, Gramma!
En cuclillas, junto a ella, le hablé de que casi siempre sucede así
pues es imposible remediar y dar a todos los necesitados. Sus ojitos, con un
destello de lágrimas, aceptó la explicación asintiendo con la cabeza. Entonces,
ante nosotros, la imagen que necesitaba para sembrar un punto de realidad se
presentó como el ejemplo perfecto.
¿Qué ven, mis niños? Una casa, respondieron con cierta duda, pues
sobre el piso de tierra se levantaba una construcción improvisada con láminas
de asbesto y algunos pollos caminaban con libertad a la sombra de los
tendederos con ropa.
¿Aún piensan que son pobres?, pregunté y ambos negaron con
la cabeza, escondiendo el rostro entre mis brazos.
¿Qué ocurriría si, con más frecuencia, en lugar de mirar hacia arriba,
miráramos a quienes están debajo? ¿Seríamos más felices y más agradecidos?
No lo sé. Por si acaso. . . nuestra familia tomó la lección.
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