Ayer recordé lo que era una mañana frustrante. . . con un buen final.
A pesar de mí empeño, el desayuno que religiosa y pausadamente tomó la
encargada de atención al público, en las oficinas del glorioso Instituto
Mexicano del Seguro social, logró trastocar mi agenda. A cuatro minutos de
llegar a mi siguiente cita, ya con 5 de retraso, recibí la llamada que
cancelaba la entrevista de la que habría de nacer un reportaje.
Resistiéndome a la idea de invertir tiempo en el tráfico desquiciado,
invertí en el peaje (por segunda vez en el día) para transitar a “otro nivel”
por el segundo piso del periférico. Aún consternada por las cancelaciones y
retrasos, pasé de largo la salida para volver a casa. Los ojos se me inundaron
con lágrimas de frustración y el sol puso sus reflejos sobre ellas. Sólo
entonces me di cuenta de algo: ¡Era una mañana soleada y hermosa!
Limpiándome las mejillas húmedas, miré a mí alrededor y descubrí un
paisaje urbano nítido en sus contornos rectos y de alturas disímbolas. ¡Qué
bonita es mi ciudad!
Ya enfilada hacia el sur e inspirada por la vista, recordé cuánto
había pospuesto la visita al Museo de Dolores Olmedo, para echar un vistazo a
los impresionistas que visitaban mi país. Cobijados
dentro de la arquitectura de la antigua hacienda de La Noria, seguro no
extrañarían los jardines de Tullerías y yo no echaría de menos el ambiente
parisino.
Entre las salas concurridas (pero no abarrotadas) me topé con un
pintor cuyo nombre había quedado velado y confundido con el pensador suizo,
Jean Jaque Rousseau, y extraviada su obra, entre los demás impresionistas.
No fueron sólo sus trazos básicos y casi infantiles los que hicieron
que me detuviera frente a “El carro del
tío Junier”. También, casi de contrabando, mi experiencia se completó al
escuchar algo de la vida de Henri
Rousseau. Y entre imágenes e historias, mi vida se entrelazó con la suya
con la fluidez de las cartas que se integran al ser barajadas por las manos del
croupier.
La imagen del pintor, también
llamado “El Aduanero”, apareció en mi mente, rodeada de papeles, datos y
precisiones para controlar el ir y venir de los productos de los mercaderes. Un
artista trabajando en la oficina de aduanas. Pero, ¿acaso no muchos vivimos
prisioneros del oficio que nos da sustento?
Yo
sí, Henri, y puedo imaginar tus ansias para correr hacia tu pasión, al final del
día.
Esquivando la cacería de los ojos recelosos del guía, un maestro de
historia del arte que se resistía a compartir su información con aquellos que
no pertenecíamos a su grupo, y dando la espalda a la imagen que miraban las
alumnas, también me enteré de que les había “tomado el pelo” a muchos que admiraban
su obra.
Rousseau les aseguró haber estado en lugares que retrataba en su pintura cuando, en
realidad, jamás puso un pie fuera de su país, y fue su capacidad para construir
verdades alrededor de elementos (plantas conocidas en el jardín
botánico, por ejemplo), la que dio vida a obras comprendidas en lugares
exóticos y exuberantes.
¿Por qué será que
las mentes limitadas a la realidad, no pueden entender que la imaginación tiene
el poder de traspasar cualquier frontera, Henri?
La anécdota y el recelo del envidioso guía me hicieron atragantarme
con una silenciosa carcajada.
Para redondear la personalidad de este funcionario, de apariencia formal
y espíritu bromista, supe que, contrario a Matisse, siempre esforzado por recibir el reconocimiento de sus colegas, para Henri no existía la necesidad de
ser avalado o reconocido por autoridad alguna en el ambiente artístico de su
época.
Henri, seguro de su pasión y vocación, pintaba con la técnica que sus
ojos filtraban a través de su alma y la hacía fluir hasta su pincel y lienzo.
Sin la preocupación de las corrientes pictóricas y técnicas, él plasmó la
propia y la disfrutó en toda su autenticidad. ¿A quién le gustaría su estilo?
¡Poco importaba! Le gustaba a él.
¿Verdad
que en el arte, Henri, como en el alma, todos somos distintos y únicos? ¡Anhelo
tu libertad, Henri Rousseau!
Ayer, gracias a que perdí una entrevista, una salida en la carretera y
“el tiempo”, encontré a un nuevo amigo que vivió más de cien años atrás. Uno
que me hizo recordar: lo valioso de vivir la pasión y no dejarse atrapar por
la sordidez de la obligación; la fascinante experiencia de escapar de la
realidad para crear sin fronteras; y sobre todo, proteger de las formas y
tendencias la genialidad creativa que sólo puede vivir en la libertad del
alma.
Gracias por los infortunios matutinos y ¡gusto en conocerte, Henri
Rousseau!
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