Todo iniciaba el día de la revolución que, por la cercanía en el
calendario, coincidía con la conmemoración de la Revolución Mexicana.
Siendo un día de asueto, resultaba la fecha perfecta para dedicarnos
sin prisas a la decoración de la casa. Esa mañana, bien abrigados, llegábamos
temprano al parque destinado a la reserva de árboles de
Navidad. Tras una selección cuidadosa, elegíamos al que viajaría sobre el techo
del auto y que sería la figura central de la temporada. Y, teniendo un corazón
musical, mi hijo era el encargado de asegurar una ambientación navideña “non-stop”.
A partir de ese día, lo mismo nos topábamos con él bajando la
escalera, con un gorro de Santa Claus bien calado, saltando y cantando, que
tumbado bajo el arbolito para mirar las luces como quien disfruta de ver las
estrellas.
El revoloteo en el corazón de mi pequeño, era una incesante revolución
de cantos navideños y regocijo por tener a la familia unida. Y la instalación
del nacimiento era la oportunidad perfecta para sus preguntas: ¿Por qué había
Navidad? ¿Para qué había nacido Jesús? ¿Por qué Santa Claus traía juguetes? Y por
mucho tiempo, no faltó la duda a resolver, ¿quién venía primero? ¿Los reyes
Magos o Santa Claus?
La Navidad, gracias a ese chiquillo que parecía infectado de un
espíritu frenético de gozo, fue por muchos años la época más linda de mi casa.
Fue como un preludio de lo que, muchos años más tarde, entendería como la razón
más feliz para celebrar: El nacimiento del niño Dios.
Hoy, la casa luce una decoración navideña. Mis nietos pasaron por aquí
vertiendo su entusiasmo colgando esferas y preparando el nacimiento. Yo aprovecho
para escuchar música que habla del amor, la paz y la Navidad. Sin embargo, nada
vibra con aquel entusiasmo ni parece tener la magia extraordinaria de aquel niño. No
escucho los saltitos ni la vocecita tarareando los villancicos. El pequeño
portavoz de la alegría navideña está lejos, muy lejos y sólo me queda el
recuerdo, uno que al rescatarlo en mi memoria, me hace sonreír.
Cierro los ojos e imagino aquellas noches en familia. Se dibuja en mi
mente el árbol sembrado de regalos. Las luces matizan la imagen de mis
recuerdos y puedo sentir el amor que fluía entre nosotros.
Y entiendo,
finalmente, que aquel niño que amaba tanto la Navidad, era como la campanilla
feliz que nos recordaba y transmitía el verdadero espíritu de la celebración:
El amor de Aquel que nació para darnos paz,
unión y salvación a la humanidad.
¡Que el recuerdo de la llegada
del Verdadero Amor, inspire a sus corazones!
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