Hace mucho. . . ¡pero mucho tiempo! Antes de los teléfonos celulares,
el Facebook y el correo electrónico, las parejas sólo contaban con tres
opciones para conocerse: Por carta, por teléfono o. . . ¡Invitando a la chica a
salir!
Así fue como muchos hombres se convirtieron en héroes al superar el
miedo a la temida respuesta: ¡No, gracias! Ellos debían armarse de valor y
preparar el terreno con pequeños detalles que fueran dando indicios a la chica
sobre su interés en ella. La creatividad era parte de la relación y se llamaba “cortejo”.
He de confesar que mi chico no fue el más romántico ni creativo,
pero si fue el más considerado.
Nuestra primera cita ocurrió en el último lugar que él hubiera
elegido.
En una esquina de la calle de Florencia (cuando la zona Rosa aún era
congruente con su nombre y no había cambiado su tono a rojo), se dio cita el
primer encuentro. Era una pequeña casa donde el menú principal era el té y en
el aire flotaba música suave (¿o habrá sido el revolotear de mariposas en
nuestros estómagos?). Las mesas redondas, con tan sólo dos sillas cada una, sugerían que
se regían por aquel dicho que asegura que “lo que se dice entre dos, no se dice entre tres”.
Los asientos, dispuestos uno frente al otro, confirmaban que las miradas
estaban destinadas a tenerse una frente a otra.
Así fue que, envueltos en un aroma de té de menta, comenzamos el juego
de preguntar sin hacerlo y dar las pinceladas sobre el lienzo donde pintaríamos
el retrato del otro en nuestra memoria. Las ganas de conocernos hicieron que el
tiempo se alargara y más de una taza fue servida en nuestra mesa.
Hoy, cuando miro a las parejas que viviendo las ansias de conocerse,
se saltan esos pasajes del galanteo y viven sus prisas corriendo hacia una anticipada
intimidad, siento pena pues se están perdiendo de momentos mágicos y, más allá,
están haciendo a un lado los tiempos clave en el verdadero arte de aprender
quién es realmente el otro. La conversación pasa a ser secundaria y le dejan la
labor a la piel, tan limitada en su percepción.
Cuando preparo una taza de seductores aromas, mi mente regresa a ese rincón de la ciudad y mi piel se eriza
al recordar la mano de mi amado que, aprovechando el momento para acercarme la
taza, travieso, se atrevió a rozar la mía.
¿El fin de la historia? Simple y trascendental:
“TE tomo como esposo hasta
que la muerte nos separe"
No hay comentarios:
Publicar un comentario