Lunes. Jalo la sábana sobre mi cabeza y la convierto en una barrera
infranqueable que no permita el asalto de la realidad. Suspiro. La bota de un
hombre se posa sobre mi pecho y mi corazón se queja, no puede palpitar. Pero el
intruso, llamado tristeza, reclama su territorio y aprieta con más fuerza,
machacando mi respiración.
Algo zumba y lo atrapo con la mano para arrojarlo contra el muro. Me detengo.
No tengo las agallas de enfrentarme al despertador, ¿cómo entonces espero poder
hacerlo con el mundo?
Me envuelvo con la tela, mi única aliada, y giro para esconderme bajo
la almohada. Dentro de mi mente, aprovechando la maniobra, mis recuerdos
comienzan a caer como canicas bajando la escalera.
Ahí están ellos. Sonrío.
Mis brazos se llenan con ese bulto sonriente y calientito. Rozo con mi
dedo su mejilla. ¡Es hermoso!
Dos vocecitas me sacan del ambiente de ensueño que el bebé lleva
consigo. Es hora de jugar, anuncian. Mi atención vive el suave jaloneo de sus
juegos. Un libro, los colores, pequeñas piezas ensambladas, la pantalla con sus
retos y deseo, por enésima vez, partirme en tres para no perderme un segundo de
su vida, su compañía.
La puerta se abre y aprieto los ojos para no ser descubierta soñando.
Los pasos del guardián de mi tristeza se detienen junto a la cama. El aroma del
café que ha traído quiere convencerme de intentarlo. Espero a quedar a solas
para moverme. No quiero testigos si es que fracaso en mi propósito.
Retiro las mantas y mi cabello alborotado se convierte en el retrato
de mis sentimientos de añoranza y pena. Bajo un pie. Luego el otro. El frío del
piso y de la realidad, espabilan mi conciencia. Abro los ojos y me doy cuenta
de que, su ausencia, es tan fría como ese piso.
Miro a la ventana y compruebo mi sospecha. Mi ánimo ha pintado el
cielo con nubes grises y soledad. Avecina una tormenta, sorda, como de lágrimas
escurriendo en las mejillas.
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