A los 13, toda niña tiene una pasión y un hobby. En una escuela con sólo mujeres y comandada por monjas, las opciones eran un poco limitadas en lo
referente al sexo opuesto. Así que muchas vertían las inquietudes juveniles en
imágenes de artistas con las que decoraban sus carpetas o compartían las
portadas de cantantes con las compañeras de clase. ¡Obras de arte en las que invertían sus talentos y su pasión!
En mi caso, como buen patito
feo, mis alcances eran más tímidos. ¿Cómo pretender siquiera la idea de
pronunciar el gusto por un joven galán, aunque fuera de papel? ¿Quién podría
fijarse en alguien con cabello tan rizado, ojos tan pequeños y plana como un burro de
planchar?
Pero, todos necesitan una pasión y un hobby, y no fui la excepción. Mi
pasión, entonces, fue la música y mi hobby soñar en una vida llena de conciertos, yo
interpretando el violín. Sí, hubo un tiempo en el que estudiaba,
simultáneamente, el acordeón, el piano y el violín. Pero era el violín, por su
dificultad caprichosa y su sonido melancólico el que me encendía la pasión por un futuro musical.
Lo estudiaba encerrada en la habitación y con rigurosa sordina pues,
en lo que aprendía a tensar y hacer fluir el arco sobre las cuerdas, los
chirridos desquiciaban la calma de mi casa. Aun así, no cejaba en el intento de
dominar el complejo instrumento hasta que. . . me llené de inseguridad y cambié
mi destino.
Bastaba con estar justo a mi prima, con sus uñas bien manicuradas y
barnizadas, para que mi futuro se desvaneciera entre las dudas. Cuando nuestras
madres nos pedían pararnos unas junto a otras, y comparaban la evolución de
nuestros cuerpos, mi alma se deprimía y mi espíritu salía corriendo. ¿Cuándo dejaría
de ser el pato feo? ¿Tenía caso tener un sueño de ser apreciada y amada, con
semejante físico?
Así que, un día, tuve que tomar una decisión. ¿O me cortaba las uñas al ras para poder continuar mi conquista sobre el violín o las dejaba largas para
comenzar a cambiar la imagen deslavada que lucía? Y mi inseguridad ganó. . .
dejé el violín, de un día para otro, encerrado en el estuche negro que también
guardó mi sueños de concertista.
Ayer, con uñas alargadas, esmaltadas de negro y destellando un
decorado dorado, recordé esos tiempos y apliqué mi experiencia para cambiar mi
destino. ¡Las corté al filo de la carne y con eso cambié mi destino!
Esa decisión tan simple, abrió el futuro inmediato, los siguientes
minutos incluso, a una vida distinta. Con soltura y ligereza, mis dedos
pudieron pasear por el tecleado a la velocidad de mis pensamientos y pude
completar la historia que aún colgaba sólo de mi imaginación. Tal vez, a pesar
del estorbo de las uñas largas, de haberlas dejado en su longitud original,
hubiera podido completar la tarea pero. . . ¿cuántas ideas habrían perdido su
rumbo mientras corregía el tropezar de teclas con mis dedos estorbados por las
uñas? ¿Habría fluido la inspiración con el mismo ritmo de haberme tenido que
volver en el camino, reescribiéndola, una y otra vez?
Después de lamentar el recuerdo de aquel sueño frustrado, creo que aprendí la
lección.
Hoy pienso que, muchas veces, son las pequeñas decisiones las que dan un rumbo totalmente
distinto a nuestra vida: Un perdón no otorgado, un rencor guardado, una palabra
de aliento a tiempo, una disculpa al
niño ofendido, un silencio respetando un reencuentro, una segunda mejilla para
que el otro descargue la ira, una respuesta amable, unas uñas cortas, un “te
quiero” o un “siempre estaré contigo”. . . todas esas pequeñas decisiones son importantes,
pues sin saberlo nosotros, pueden cambiar nuestro destino.
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