Decía mi padre que la música, para serlo, debía incluir tanto sonidos
como silencios. Y esto, traducido a la convivencia, implicaba presencias y
ausencias para dar un espacio sano a las relaciones.
Por mucho tiempo, su comentario me parecía desatinado pues pensaba en
que la única forma de asegurar al otro –nuestro compañero o seres amados– que
estábamos para apoyarlo, era con nuestra presencia física.
Ahora, a mis cincuenta y tres años, comienzo a entender la necesidad y
beneficio de la ausencia.
Con varias décadas de vida, comprendo que nuestra ausencia le da
tiempo a la otra persona de recapacitar y pensar, sin la interferencia de
nuestra opinión.
Otras veces, cuando nos ausentamos, dejamos el espacio libre para que
nuevas compañías enriquezcan la vida de nuestro ser amado. Y en el peor de los
casos, al no estar, le regalamos una forma de revalorar la relación y
recapitular sobre lo que ella trae a la vida de ambos. Sólo entonces puede re-direccionarse,
si es que ha perdido el rumbo y recobra sentido cuando lo ha perdido. La
distancia puede ser la oportunidad de convertirse en una mejor relación.
La música de mi vida, hoy, incluye silencios que implican ausencias de gente importante para mí. A veces, esos
silencios son dolorosos y la añoranza malluga mi ánimo. Pero, a pesar de todo, he
aprendido a valorarlas y hasta agradecerlas, convencida de que una vez
superadas, el vínculo estará más pulido en verdad y autenticidad.
Es difícil no estar junto a quien hace que nuestra vida tenga más
sentido pero, el sacrificio de dejarlos ir lejos y no disfrutar de su
presencia, tarde o temprano. . . sé que traerá su recompensa.
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