Mi alma está llagada y mi cuerpo
exhausto. ¿Cómo pueden diez años pesar tanto? Si fui contando los años, uno a
uno, ¿por qué hoy parece que han duplicado su peso sobre mis espaldas? Mi
corazón se queja dando puntapiés a su ritmo y se rebela. ¡Ya no quiero seguir!,
me grita, y yo lo tranquilizo con la pastillita blanca y diminuta. ¡Pobre
corazón! Retoma el ritmo a fuerza de químicos que le marcan el paso, pero nada
espabila su pesar.
Los puentes de mi vida se van
derrumbando, uno a uno, coartando los caminos que marcaban mi futuro. La rutina
de risas y juegos se esfumó, dejando sólo los recuerdos de risas de niños y
fantasías.
El puente de la esperanza, que
empiezo a intuir como la imagen ilusoria de mis anhelos, ya no existe. El
devastador rencor, con sus aguas de pasado, lo han destruido y el espacio hacia
un futuro de paz, amistad y reconciliación parece infranqueable. Sólo un
milagro podría levantar de nuevo esos peldaños. ¿Acaso tiene sentido seguir
esperando ese milagro? La desolación me responde que no.
Por eso he decidido irme a la
cueva. Necesito esos muros estrechos con que sólo la soledad puede abrigarme.
Necesito acallar los insultos con los que se han sembrado mis recuerdos. Es
imperante, para seguir viviendo, dejar de ser blanco de los ataques de quien se
supone habría de amarme y respetarme. Debo, si quiero lograr echar fuera el
impulso natural de odiar a quien tanto me ha herido, alejarme y resguardar mi
espíritu en el hueco de la cueva, como un nuevo útero que me permita volver a
nacer con fuerzas renovadas de perdón.
Puedo entrar en ese espacio y
alejarme pues tengo la certeza de la presencia de quienes me esperarán afuera.
Sé que puedo contar con la mano firme y tibia de mi compañero, la mirada de mi
hijo, el consuelo de mi hermana y mi hermano, mis dos ángeles guardianes, y el
hombro de mi amiga. Estaré en soledad, y sin embargo, siempre sentiré su
compañía.
Estoy lista para seguir
escuchando el eco de reclamos, sordos e ignorantes a mis penas y la decepción
de mi alma. Pero lucharé por dejar de escuchar a sus exigencias y
condenaciones.
Reconozco mi limitación humana,
mis errores, mi participación en los fracasos pero, ¿eso me condena a ser el
blanco eterno de la frustración ajena?
Preparo mi morada que, aún no
sé, me alojará un día, una semana y. . . ¡qué sé yo de tiempos, sanidad y
respuestas! Sólo sé que debo entrar en esa cueva pronto y hablar con Él, el
único que tiene las respuestas sobre el tiempo por venir. Él escuchará mi
queja: ¡Señor, estoy cansada!
Escucho pisadas y una caricia de aromas despierta mis sentidos. Abro
los ojos. Un rayo se cuela entre las persianas y me entrega el mensaje:
“Quédate quieta y reconoce que Yo soy Dios”.
Respiro, casi sonrío. Estoy viva y me pongo en pie. . . ¡Sigo de pie,
Señor!
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