Cualquier obra, ya sea de teatro, ópera o sinfonía, si ha de pretender ser clasificada como “buena” debe tener una segunda parte mejor que la primera o estará destinada al olvido y el fracaso. Puede incluso ser mala o mediocre en el primer tiempo y tener la oportunidad de repuntar hasta un final extraordinario.
Curioso que, mientras escribo, yo misma me confundo y no sé si estoy hablando de la vida o del arte. Y es que ¡son tan parecidos!
Puedo recordar tiempos, en mi juventud temprana, donde sabía que tenía buenos ingredientes: dones e ideas pero mi inexperiencia e ímpetus se impusieron malogrando casi toda empresa que me propuse. Y cuando joven, creyendo que podía dominar al mundo ignorando deliberadamente la experiencia y consejo de otros, intenté mis propias reglas de vida y terminé con los acordes más disonantes y dolorosos de mi historia.
Al paso del tiempo, presté más atención a las reglas y agregando un poco de mi propia inspiración mi obra pareció equilibrarse por un tiempo hasta que llegó el intermedio. Ese tiempo de suspenso o lo que otros llamarían “el parteaguas” fue lo que marcó de manera definitiva el inicio del segundo tiempo en mi vida.
El derrumbe de mi fe en la humanidad, reconocer mi propia incapacidad y mi encuentro con Dios dieron inicio al segundo tiempo de mi vida. Y, reconozco, a medida que pasan los días y que comprendo la dirección del Gran Director, mi vida, mi “opus”, va “increscendo” en calidad, viveza y brillo.
A mis cincuenta y uno, no sólo disfruto de esta maravillosa “segunda parte” sino deseo que, sin importar la edad de mis seres amados, pronto ese topen con el intermedio que marque el inicio de la mejor parte de su propia vida: ¡el segundo tiempo y el gran final!
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