“¡Qué divertida es una familia numerosa!”, es el comentario que surge, muy frecuentemente, cuando menciono que soy la tercera de una familia con 8 hijos. Y, en parte, es cierto.
Con poco más de la mitad de los hermanos ya éramos mayoría en cualquier equipo, no había fiesta en donde no nos apropiáramos de casi todo el contenido de la piñata y, aunque no fueras el líder el grupo, los demás se la pensaban antes de meterse contigo. Esas ventajas no se pueden ignorar. Pero, el vivir en una maraña de personalidades y opiniones tan diversas, también puede complicar la existencia de cualquiera y, más, de alguien cuya personalidad introvertida es ideal para ser una feliz “hija única”.
Mi aspiración frustrada, por mucho tiempo, me llenó de celos y hasta fui enemiga de mi propia tribu pues estorbaba mis planes y deseos de tener la atención de mis padres para mí sola. En esa familia, opinaba mi corazón naturalmente egoísta, siete personitas estaban de más y luché de todas formas posibles para erradicarlas del mapa. Como imaginarán, ¡fue inútil!
El primogénito siguió jalando las miradas por el simple hecho de serlo, el de ojos verdes se convirtió en el “ojo azul” y el benjamín tomó el lugar del agujero del disco en la dinámica familiar con su carisma e ingenio. Mi infancia, mi adolescencia y mi primera juventud pasaron y, el milagro de ser la primera y única, nunca ocurrió. Seguí y seguiré siendo la tercera de una familia de ocho hermanos. Dios es testigo que ese lugar siempre me dolió y me llenó de tristeza.
Pero, como Dios no ignora los anhelos de nuestro corazón, al repasar la lista del mío, se detuvo para hacerme el milagro, un regalo especial. Y, aclaro, ¡todos mis hermanos están maravillosamente vivos! El milagro fue tener los ojos, la presencia, la atención y el cariño de mi mami sólo para mí.
Ella ahora, como ya dije hace poco, está enferma y lucha por recuperar la salud. No es algo bueno y, sin embargo, ese fue el lugar en donde Dios me entregó el regalo. En esas horas de soledad y de cuidados, ella está conmigo y para mí solita por muchos ratos. Y, en medio de su malestar, sé que también ha disfrutado. ¿Cómo lo confirmé? Tuve que ausentarme estos días y tras nuestra despedida, sin que ella supiera de mi presencia, comenzó a llorar por mi partida. Después me compartió que se sintió como “niña que dejas en el primer día de escuela” cuando partí.
A mis cincuenta y un años, por unos días, ¡he sido la “hija única” que siempre quise ser y ha sido un gran regalo de Dios! ¡Valió la pena la espera!
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