¿La catorce o la quince? No puedo precisar ya cuantas han sido las personas que, al visitar la Toscana, simplemente declaran: ¡Yo podría vivir aquí!
La declaración en nada es original pues yo misma he dicho, más de una vez, que este lugar maravilloso podría convertirse en mi hogar hasta el final de mis días.
Sus muros de piedras combinadas, yedras y flores silvestres brotando de los muros, los candiles enmohecidos y su fuente, han cautivado a cuanta gente ha recorrido el primer patio de piedra tras cruzar el discreto portón de madera. Hoy ha sido el turno de mi hermano mayor, mi hermano favorito quien, diez minutos después de haberse dejado seducir por el ambiente centenario de la Toscana se unió al grupo de amantes imposibles y platónicos de la bella estancia. Y, por si nadie lo ha notado, jamás la he llamado “mi Toscana” porque creo que, desde que disfruto de ella, he comprendido que este lugar no es mío, como no lo ha sido de nadie.
La velada transcurre entre risas, confidencias, lágrimas y copas de suave licor hasta que un sonido nos sorprende y sacude los muros hasta entonces dormidos.
¿Y, eso? ¿Qué suena?, pregunta mi hermano. El ruido me es conocido y me levanto sabiendo dónde ir y qué hacer para acallarlo.
“La Toscana no es perfecta”, respondo. Y sin prisas, voy hasta donde puedo interrumpir la entrada del abundante fluir del agua, la pequeña llave “secreta” detrás del macetón con sábila que, al cerrarla, acaba con el trepidar de una vieja tubería.
A los cincuenta y uno, vivo la magia que Dios ha instalado en la Toscana y comprendo que, al igual que en la vida, hay desperfectos por el paso del tiempo, imperfecciones en su instalación hidráulica y ruidos por demás insoportables; pero, aun así, digo de corazón. . . ¡Qué bella es la vida!
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