Cuando niña, el espejo tuvo en mi un efecto hipnótico. Me gustaba atisbar por detrás, queriendo descubrir la puertita y rebuscar las cosas ocultas que reflejaba. También intenté, desde el canto del espejo, con un ojo al frente y otro atrás, descubrir el misterio del extraño objeto.
Después jugué poniéndolo a la altura de mi nariz y, con mirada en la imagen, caminar por el techo con lámparas y uno que otro bicho que esquivar. Pasé horas volviendo loco a mi perro que corría sin tregua tras el reflejo del sol que yo deslizaba del muro al piso como un cebo veloz.
Un pedazo roto de espejo también fue, por muchos años, el generador de grandes disputas entre mis hermanos pues, en las navidades, fungía como lago para los patos del nacimiento y todos peleábamos por hacernos cargo de esa parte de la decoración.
Y, quisiera decir que después se convirtió en mi cómplice durante mi adolescencia pero, lejos de eso, por mis complejos de fealdad aprendí a rechazar la imagen que me recordaba la batalla perdida contra mis ojos pequeños y mi cabellera con rizos.
Pero lo importante ocurrió, en mi juventud temprana supongo, cuando el espejo se convirtió en mi espacio de vida y mi fórmula de existir. La única opinión válida, la única forma de resolver, de pensar y de vivir, provenía de la imagen del espejo, mi propio reflejo. Los límites de mi perspectiva no rebasaban el marco de su marco y todo lo que quedaba fuera de mi posibilidad de captar, era descartado. Mi mundo quedó atrapado en el estrecho espacio de mi entendimiento reflejado en el “espejo de la arrogancia”.
Hasta que una tragedia ocurrió hace más de ocho años. . . ¡Mi espejo se rompió haciéndose añicos! Y, entre los escombros, me fue imposible encontrar mi reflejo o mi mundo conocido. Desde entonces, he tenido la tarea forzosa de volver a reconstruirme yo y reconstruir mi mundo. Algunas piezas, apenas unas cuantas, hubieran servido para formar mi nuevo espejo y. . . digo hubieran, pues en el proceso de intentarlo, he tenido que mirar a mi alrededor y he descubierto que las opiniones, las perspectivas, las opciones, los pensamientos que existen, no cabrían de regreso entre los marcos de mi espejo.
A mis cincuenta y uno, sigo viviendo el proceso de reconstrucción pero, por el efecto de la fe, entre más gente surge a mi alrededor, menos “yo” aparece y más humanidad se hace presente. ¿Y mi espejo?. . . ¡Quién necesita uno rodeado de tanta belleza!
¡Buen post! Y vengo atraída por el título "cincuentantos", je,je, digo, porque yo estoy ya en el 56 y me encanta leer experiencias de todas las que pertenezcan a los cincuenta, je,je.
ResponderEliminarUn saludo afectuoso.