Observo mi
entorno y repaso con la mirada lo que me rodea.
Estoy entre las
sábanas que reconozco como los vestidos de mi propia cama y mi cabeza se apoya
sobre la almohada que vive impregnado de mi perfume. Junto a mí, mi compañero por
más de treinta años dormita y el ritmo de su respiración me recuerda las décadas
de compartir el mismo espacio.
Mis libros, mi
ropa ordenada siguiendo el abanico del arco iris y. . . todo, todo es un retrato de
mi vida.
Entonces, ¿porqué
me siento ajena y perdida en mi propio mundo? ¿Puede alguien extraviarse en un
camino cientos de veces andado?
Trato de entender
la sensación que por primera vez me visita y me rehuso a usar las
explicaciones trilladas sobre el duelo, esas que quieren encajonar lo que
siento en teorías cuadradas en tres capítulos.
Busco opciones
que me ayuden a entender. ¿Será el cansancio de diez años de pesadas cargas o quizás
el síntoma inevitable del tiempo vivido sobre los mismos huesos?
Le doy vueltas y
busco mi propia forma de explicarlo, en mi idioma, como sólo un escritor lo
haría.
Ahora lo sé. Lo que me ha hecho
perder el rumbo es haber quedado atrapada en la existencia pendular de una
tilde.
¿Que qué
diferencia hace una tilde?
¡Toda!, he
aprendido.
La pérdida
requiere llanto para aplacar el dolor y aún me quedan muchas lágrimas
guardadas. ¡Cuanto pesan!
Y perdida
–sin la tilde – es como yo me siento ahora que la ley de la vida ha amputado mi raíz.
Tal vez sea momento de partir para poner distancia, entre mis parajes y yo, para encontrar un nuevo mundo sin ti, papi.
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