Caminé por semanas en círculos hasta que formé
un agujero profundo desde donde solo alcanzaba a atisbar la orilla o mirar
sobre mi cabeza; y descubrí que sólo me quedaba continuar mi búsqueda
en el cielo.
Anuncié que partía para “tener perspectiva”,
y descubrí que en realidad era mi huída.
Dejé atrás al mundo con todas sus
demandas y algunos corazones entristecidos por mi partida. Tomé el camino jamás andado, me envolvió la niebla, me acarició la brisa mientras –cuando
llegué
a la cima –detuve mi andar para mirar la existencia desde arriba; y me
descubrí buscando lo que no
sabría
reconocer pues era por mí desconocido.
Llegué al lugar que llamé destino. Caminé bajo la lluvia sin más
compañía que mis recuerdos;
y me descubrí acompañando a la lluvia con mi llanto
mientras los charcos reflejaban cachitos de cielo.
Cerré la
puerta del refugio dándole
la espalda al mundo para dejarlo fuera; y me descubrí dudando de mis pensamientos y, de mi voluntad, su
cauce.
Hice de
las sábanas mi mortaja sin
más prendas que mi
tristeza. Lloré hasta caer
dormida; y me descubrí durmiendo
sin más compañía que un silencio sin tiempo,
llamándome insensata.
Desperté tarde, sin prisas. Desperecé mi cuerpo. La lluvia había cesado. El sol dibujaba contornos
y matices; y me descubrí con
el deseo de mezclarme con los bosques.
Miré el horizonte. Los colores me
punzaron en los ojos. No pude contar los árboles
ni las nubes; y me sorprendí extasiada
al descubrir a Dios –y a mi padre –en cada hoja.
Eché a andar –con ojos y alma bien abiertos –hacia
la montaña,
pensando que iniciaba un imposible; y descubrí que –aún en los más ensortijados
montes –siempre
hay veredas ocultas para alcanzar la cima.
Dos tórtolas
pasaron a mi lado y me descubrí recordando
a mis padres que volaron juntos tantos años.
Pensé –como
hago ahora, obsesionada –en pares y de dos en dos pasé
por árboles,
caminos, piedras y aves; y me descubrí
mirando al halcón
que pintaba círculos sobre
los vientos de lo más altos
cielos.
Recordé a mi padre muerto y mi alma lanzó a Dios un reclamo;
y posado entre las ramas, muy quieto, descubrí que un petirrojo silencioso me
observaba.
Continué por la vereda hasta quedar al pié
de un árbol de raíz
enorme; y me descubrí imaginando
que a mis pies crecían raíces,
como preparándose a hundir
sus puntas.
Topé con un
puente. Crucé sudando temor
por su crujir bajo mi peso; y me descubrí
festejando mi osadía.
Anduve sobre
mis pasos. Los parajes ya no eran para mí
ajenos; y descubrí que
aún en lo conocido –al
igual que en la rutina –siempre hay algo escondido, un regalo nuevo que encontrar.
Al paso me salió un riachuelo. Me arrodillé
a su lado y sumergí la mano
–la
misma mano que te sujetó a
las 5:33 del diez de marzo –y salté
de frío. Y entonces
descubrí
que estoy viva y que tú,
papi. . . tú estás muerto.
Sentí el
correr del agua entre los dedos e hizo eco en mí el concierto de vida que me rodeaba.
Me estremecí en el silbar
de pájaros sin tonada, latí con el deambular de diminutos bichos
persiguiendo sus quehaceres; y me sorprendió
una voz que surgió del centro de mi ser diciendo: Hija, sigue adelante. . . ¡no
te rindas!
¿Qué si fue tu voz o la de Dios?
No lo sé pero, aún así, sembrando una última lágrima
en aquel riachuelo, me levanté,
sequé mis ojos y eché a andar. . . caminando
sin rendirme. . . y viva.
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