Aquel recuerdo me entretuvo
mientras, recargada contra un árbol de hojas vaporosas como nubes,
miré
a un par de caballos retozando y –al fondo del paisaje –la
neblina luchaba por despegarse del suelo. La escena me hizo sonreír
y una nueva memoria me tomó de la mano para continuar con el
viaje hacia el pasado.
¡Si tan sólo pudiera volver a esos días
cuando el campo era nuestro entorno y el amanecer nuestro mejor tiempo! ¿Sabes
qué
haría?
Volvería
a echar montura al Tonatiuh, mi alazán tostado, antes de que el sol
saliera; me calaría el sombrero y me cabalgaría a tu lado para cruzar el vaho de la
tierra húmeda
y temprana de la madrugada. Me taparía la espalda con el jorongo de lana
para disfrutar del silencio apenas interrumpido por el golpear de herraduras
contra el piso. Me acercaría al viñedo, sin bajar de mi caballo, para
cortar un racimo completo. Y en el atardecer, por el rabillo de ojo, me toparía
con tu sonrisa viéndome salpicada cuando –al agitar sus crines –
mi caballo se sacudiera el agua. ¡Vaya que sé que tú
también
lo disfrutabas!
Papi, ¿cómo es que no me di cuenta entonces que
era feliz? ¿Porqué no te dije "gracias" por todos aquellos años
llenos de mimos y privilegios, y que me regalabas por el sólo
hecho de quererme?
Hay cosas que hoy lamento y no haber
sido más
agradecida es una de ellas. Pero no me haré daño con ello, papi, pues sé
que amaste siempre sin importar mis errores y mis defectos. De estar aquí,
no dudo, de eso también me absolverías.
Pero me llega la hora de volver.
Mucho he recorrido a través de estas montañas,
pero sé
que debo regresar al refugio y a mi vida. Solo una última pregunta me
asalta antes de iniciar el retorno:
Si yo pudiera hoy, papi, hacerte
volver, ¿qué
haría?
La respuesta en mi mente agita una
rebelión
de llanto en mi garganta y el corazón amenaza con estallar en mis
astillas. Lloro hasta quedar ronca y termino en mis rodillas al descubrir que,
si yo tuviera el poder de hacerte revivir, papi, si yo tuviera el dominio sobre
la vida y la muerte, no. . . ¡yo no te reviviría!
Y no es que no te extrañe
hasta sentir que me falta el aire, o que tu presencia no me haga falta para
andar completa por el mundo. Pero es que tú me enseñaste que hemos de vivir para dar y, lo
que tú
tienes ahora, padre mío, no está en mí podértelo entregar. Porque creo en el
cielo con cada palpitar de mi corazón; porque sé que no me equivoqué
cuando –desde
niña
–te
creí
eterno. Porque no -por cobardía- haré a un lado la lección
que sé
que me toca aprender: dejar a Dios ser Dios, en paz y sin reclamos.
¡Oh, Dios! ¡Cuánto
te extraño!
¡Cuánto
dueles! ¡Cuánto
pesa no tenerte!
Pero, papi, ¡estoy cansada de
llorar! Me duelen los huesos de tristeza. A ratos – te confieso –quisiera
dejarte de extrañar para reposar un poco el alma. Pues ahora sé
que ni llorándote un mar cambiaré el futuro. . . ni siquiera lo haría
si pudiera. Así que, como esa charla a solas -treinta y dos años
atrás-
hoy te acomodo en la repisa que cuelga -alto, muy muy alto- en lo más
alto del cielo al que ahora perteneces.
Y no pretendo olvidarte pues es tan
imposible como tratar de revivirte. Mejor echaré mano de esas palabras que me dijiste
en aquella habitación en penumbras y las traeré al presente: ¿No te das cuenta
que te quiero? – me dijiste – ¿y que no puedo verte así?
Salgamos, pues, de la habitación
en penumbras que me ha mantenido cautiva desde que moriste, hace cuatro meses.
Prometo esforzarme y tratar de enamorarme de la vida para seguir viviendo; y aprender a ser feliz con nuestros
recuerdos, y sonreír cuando te descubra en mis manos o en el reflejo del espejo
porque, hoy me alegro con el alma, de parecerme a ti.
Tu hija, desde más
allá
de las montañas (sin remitente), que te ama tanto como a su propia vida.
Nuria
P.D. ¿Está mi Lorenzo contigo allá
en el cielo?
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