Con la insensatez
de los veintiún años –pero con la
prudencia que intuye la trascendencia –dediqué horas enteras a planear y
elegir lo que protegería a mi hija en sus primeras horas.
Salpicada de
tradición, opté por el bordado español para orlar el largo faldón que adornaba
el canasto, mullido en el fondo por un pequeño colchón. Durante horas, puntada
a puntada, bordé las sábanas que rozarían la piel de mi bebé, mientras mi mente
se entretenía dibujando en mi imaginación su rostro.
¿Cómo serían
sus ojos? ¿Sería su cabello rizado y su piel aceitunada? Mezclando genéticas y sueños, me esforzaba por formar su imagen y –tras horas de cavilaciones – concluía
sin el menor asomo de duda que yo tendría al bebé más hermoso del mundo.
¡Y así fue! El
10 de octubre de 1982 –tras horas de espera en una cama de hospital y una
cesárea precipitada para salvar su vida y la mía –nació la nenita más adorable que jamás había visto. En esa
época –sembrada de tantos errores – con sólo tenerla en mis brazos me convencí
que ella era mi mayor acierto.
Y tal como lo
soñé tantas tardes, al salir del hospital, descorrí el velo que cubría la cuna
moisés para recostarla sobre las sábanas bordadas que con sus iniciales le daban la
bienvenida.
Entonces deseé que aquella tela translúcida se convirtiera en una
barrera infranqueable y que la protegiera de todo lo que amenazara con dañarla. Un instinto de
protección se desbordó en mí y anhelé ser inmortal para estar al lado de mi hija
siempre que me necesitara.
Pero, cuarenta días después, un enemigo inesperado
nos azotó sobre las espinas de la realidad del mundo al mostrar la maldad de su corazón y –ella y
yo –aprendimos que la batalla para seguir adelante sería un reto difícil de
vencer.
Mi Nena siguió
durmiendo bajo aquel velo. Con sus sonrisas, se convirtió en la luz y el corazón
que me obligaba a palpitar el día a día. Por ella me convertí en fuerza de
viento y tormenta para defenderla. Sólo porque existía, la vida siguió siendo
digna de ser vivida y, sólo ella, era la vela que daba dirección a mis esfuerzos y a mi
diario navegar.
Aquel velo sobre su
cunita era el marco de mis ensoñaciones llenas de esperanza, donde
yo la imaginaba como una mujer plena y feliz.
A través de aquella tela, mis
ojos la miraban e imaginaban como esposa amada, cuidada y protegida. Y mientras
ella respiraba en paz bajo la frágil frontera del tejido, mi corazón elevaba una
oración a Dios en la que le pedía que un hombre bueno y amable la amara por
siempre.
Un día, el velo
de su cuna se descorrió y mi pequeña inició su viaje para cruzar el mar de la
vida. Al paso de los años, mis brazos dejaron de ser suficientes para
protegerla pero ella –con mis oraciones y esperanzas bajo el brazo– echó a
andar el camino hacia el mismo sueño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario