Esfuerzo mi memoria y me doy cuenta que no tengo
el registro preciso de mi edad cuando mi papi me enfrentó al reto de andar en
bicicleta sin llantitas. Sólo recuerdo una bicicleta roja pequeña que sirvió
para aprendiera a mantener el equilibrio mientras pedaleaba haciendo
zigzagueos. ¿Acaso tendría cinco años o no menos?
Ni mencionar que aprendí a conducir un auto antes
de los diez. Sobre una almohada, mirando el camino asomando la nariz entre el
volante y sujetándome con fuerza cuando el auto parecía reparar como caballo si
no lograba soltar el pedal del clutch
con la delicadeza necesaria, practiqué junto a mi papi hasta lograr pasar los
topes sin respingos.
Tampoco percibí en mi padre intención alguna de
reclamar cuando el entrenador del equipo de pre-selección nacional decidió
incorporarme al grupo donde los nadadores por mucho me rebasaban en edad.
Y cuando mis compañeras de escuela aprendían
algún instrumento o idioma en clases particulares, mi papi no dudó en dejarme
aprender piano, acordeón y violín. . . ¡al mismo tiempo!
Poco después de cumplir 19 años, él me dejó
partir de casa –aún a sabiendas de que enfilaba mi futuro al error – y tras
cumplir los 20, no intentó persuadirme para volver y dejándome luchar para
aprender a ser económicamente independiente.
Seguramente alguien podría poner en duda su
responsabilidad como padre o sus criterios pedagógicos. Pero yo –al mirar atrás
–descubro algo mucho más que un acierto educativo. En cada “descabellada”
decisión, mi papi me enviaba un indudable mensaje: ¡Tú puedes! ¡Yo confío en
ti!
Y esa confianza de mi padre –que no dejó espacio
a la duda –que me aseguraba que podría resolver lo que me propusiera o que me
levantaría de cualquier tropiezo, esta noche me susurra algo al oído: ¡Hija, tú
puedes!
Entonces pienso en Dios –mi Padre celestial que
decidió quitarme a mi padre terrenal –y lo imagino recordándome que, si Él
decidió hacerlo así, es porque también está seguro que. . . ¡yo puedo!
Hay días, confieso, que odio hasta la idea de no
tener a mi papi conmigo. La nostalgia se me pega al alma como sopor de verano
en el desierto y no soy capaz de integrarme al mundo de los vivos. ¡Su ausencia
es tan grande que me vacía la alegría de un solo pensamiento!
Pero esta noche quiero y decido confiar en mi
papi que –sin rendirse –partió en paz. Y decido creer que él, junto con Dios,
sabía que estaba lista para seguir adelante y que sólo tendría que recordarme ,hablándome a través de los recuerdos, que. . .¡Siempre he podido!
Si tú creíste que yo podía vivir sin ti, papi. . . ¡YO PODRÉ PORQUE PUEDO!
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