Esta mañana, al escampar
las nubes, las montañas aparecieron en el horizonte con una invitación
o más
bien un llamado de urgencia para que yo las caminara. Entonces, sin pensarlo,
eché
a andar para encontrarme con ellas.
Caminando entre veredas y senderos
de tierra, comencé el ascenso, paso a paso; a ratos lenta y ratos a trote,
hasta que las piernas me ardieron y el dolor bajo las costillas superó
al que sentía en los ojos, irritados de llorar.
Como tantas veces –papi
–pensé
en ti y me abatió una lluvia de llanto. Y mientras seguía
el instinto de conquista sobre la montaña, me fui percatando que aquella
empresa se dibujaba inagotable. Atrás de cada curva, una nueva brecha se
tendía
para avanzar y, cuando alcanzaba la cresta de un cerro, una ladera me esperaba
más
adelante.
Tuve que detenerme para recuperar el
aliento y darme tiempo de entender lo que la cordillera intentaba explicarme:
Que al igual que aquella sierra, la vida puede ser interminable con sus cumbres
retándonos
para alcanzar la cima; con sus colinas cuesta abajo para que tomemos vuelo y
con sus valles para dejarnos descansar. Y que cuando caminamos por la montaña
–al
igual que por la vida –no existe una meta final en esta tierra.
Entonces detuve el ritmo ansioso de
mi carrera y me propuse disfrutar, atenta a las pequeñas y grandes
maravillas que anidan en la cordillera. Fue entonces que nuestros recuerdos
contigo decidieron visitarme.
Vino a mi memoria aquella vez
cuando, entrando a la habitación en penumbras donde yo estaba
decidida a morir, me tomaste de la mano para hablarme bajito. Buscabas las
palabras –mientras
luchabas contra el nudo de llanto en la garganta –para hacerme
desistir de la decisión de morir y animarme a rescatar el deseo de vivir.
"Lo único que tienes que
hacer es acomodar a esa persona que pusiste en la repisa alta, creyendo que lo
merecía o valía
la pena, y que ocupe el lugar que le corresponde", me dijiste para que
no siguiera flagelándome con la culpa por el error cometido.
Frustrado por descubrir en mi mirada
que no reaccionaba a tus palabras, con lágrimas en los ojos, te lamentaste: “¡Te
has convertido en una anciana de 23 años,
hija! ¿No te das cuenta de que te quiero y
que no puedo verte así?”
Mi corazón terminó
de romperse al darme cuenta de que estaba haciéndote sufrir. ¡Cuánta
razón
tuviste! A mis 23, mi corazón perdió la lozanía de la inocencia y
juventud. La maleza del odio contra aquel hombre que me había
abandonado –y que invadió mi corazón como mala yerba –me
impidió
volver a ser la misma. ¡Más de veinte años pasaron antes de que soltara esa
carga y volviera a caminar libre de rencores!
Pero el daño estaba hecho. No
volví
a soñar.
A mis ilusiones puse bridas para que nunca jamás cabalgaran sin control y asfixié
mis aventuras entre los muros de estrictos planes sin riesgos. Había
cometido un error. Había dañando al ser que más amo en este mundo y a ti, me
lamentaba. . . te había fallado.
Aunque pasaron semanas antes de que
lograra volver a mirar de frente a la vida, tu visita fue sin duda la razón
por la que lo hice. Te debía mi vida, papi. . . por segunda vez.
Continúa. . .
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