Cuando parece que he
comprendido de qué se trata vivir, descubro que aún tengo que cambiar la piel
de mi alma. ¿Qué descubriré bajo esa capa? No lo sé. Creo que, como las finas
capas de una cebolla, la verdad de mi ser aún está por develarse. Y esas láminas,
a pesar de ser casi transparentes, tienen el peso de un muerto sobre mi espalda.
Bastó que alguien orientara mi
vista en la dirección correcta, para que mi conciencia descubriera al muerto,
con su fatigoso peso y su pestilente anacronismo.
Al observarlo con detenimiento,
descubrí su artimaña para permanecer en mi vida sin ser visto y entorpecer mi
caminar hacia el futuro. Sin darme cuenta lo llamé “esperanza” pero, al
desenmascararlo, vi que era una fantasía y no de aquellas que alegran el
sentido de vivir, sino una perniciosa con su incapacidad de volverse realidad.
Tras descubrirlo y renombrarlo,
me dediqué a diseccionarlo. La tal fantasía no tenía meta ni plazo, era
simplemente irrealizable, un muerto viviente, y rayando en el absurdo. Como
todo cuerpo sin vida, tenía las entrañas
infladas de expectativas descompuestas. Las cuencas de los ojos, carentes de
futuro, me hicieron reconocer su ceguera; y comprendí que me había dejado guiar
por esa mirada seca de verdad.
Pero he descubierto el cuerpo
y, antes de echarlo al cementerio del olvido, preparo la lápida que me recordará
que en algún tiempo creí en su existencia, y escribo su epitafio:
“Aquí yace el cuerpo
de la fantasía de mi vida y mi familia
perfectas”
(1960-2013).
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