“Porqué habría de ocuparme de encender el calentador, si yo no utilizo
el agua caliente”. La frase, aunque parece inofensiva, contenía las dos letras
que actuaron como un filo para cortar mi buen ánimo y me demostró, por enésima
vez, que pueden levantar una barrera muy alta entre dos personas y sembrar la
semilla del resentimiento.
“Yo”, en el contexto más sano, nos define, habla de nuestra unicidad y
nuestra individualidad. Pero, cuando es usado para borrar a los de nuestro
entorno, cercena los lazos que nos hacen formar parte de nuestra comunidad.
“YO no tengo escasez de agua, ¿Por
qué habría de preocuparme o cuidarla?”, “YO no padezco de hambre, ¿Por qué ocuparme de la hambruna?”, “YO
no utilizo las vialidades, ¿Por qué pagar impuestos?”, “YO no gusto
de la política, “¿Por qué ejercer mi
derecho al voto?”. Y, aunque los ejemplos son interminables, el resultado
es el mismo: Un egocentrismo que destruye toda posibilidad de servir a otros, interesarse
en sus necesidades o hasta sacrificar un poco de lo “mío”, anteponiendo “lo
tuyo”.
Si iniciáramos un ejercicio, comenzando por la relación en el
matrimonio, acomodando las prioridades en sentido contrario a la inercia
natural del “YO” y lo lleváramos hasta la relación de gobernador y gobernado,
seguramente encontraríamos que muchos de los actuales conflictos se
desvanecerían: desde el divorcio hasta la corrupción. Porque, “Yo necesito ser
feliz” y “Yo necesito más dinero y poder, a costa de lo que sea”, dejarían de
ser las máximas y rectoras.
El “YO” como bandera, advierto, es una de las palabras más
desintegradoras y perniciosas de nuestro vocabulario, por lo que deberíamos ser
enseñados para usarla con cautela y sólo en los casos en que, su aplicación, edificara y no destruyera.
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