La imagen que surge en mi mente, cuando se menciona la palabra “abandono”,
es la de alguien que parte, maleta en mano y sin mirar atrás. Sin embargo,
cuando miro en mi entorno con cuidado, descubro que el abandono es, mucho menos
obvio y más sutil, pero igualmente doloroso. Su imagen es engañosa pues se
reviste presencia aunque está llena de indiferencia.
Así aparecen familias donde los padres, ocupados en los múltiples
asuntos, crían hijos como el pastor acarreando el rebaño. Los llevan a la
escuela y a las actividades escolares pero, al final del día, no pueden
contabilizar un momento de atención a los intereses y necesidades
personalísimos de los hijos. Y la coartada, con matices de responsabilidad,
excusará que todo lo que hacen es por y para ellos.
Igualmente la esposa, atareada con los menesteres domésticos, podrá
argumentar que cuida del hogar para prodigar bienestar a su familia pero, el
saldo, al igual que con ese niño abandonado, sólo refleja ausencia.
Así puedo ir sumando ejemplos: El empleado que cumple con sus deberes
e ignora al cliente al que se supone debe servir; el esposo que se retrasa cada
noche en búsqueda de una mejor economía y que deja vacía la silla durante la
cena en familia; o el hombre que llama al amigo en su cumpleaños pero que
olvida llamar, cualquier día, para saber de él.
Es en esa reflexión que encuentro una respuesta a la soledad que una
inmensa mayoría en nuestra sociedad vive y la devastación emocional que están
sufriendo nuestros niños. Con tantas ocupaciones y carreras nosotros, también,
estamos abandonando a los nuestros y al mundo.
¿Por qué entonces nos extrañamos de ver al adolescente aislado tras
los audífonos o al niño parapetado tras un juego de video? ¿Qué nos hace pensar que
debería ser distinto?
¿Habrá alguien más que descubra esta misma razón que hoy me asalta?
No hay comentarios:
Publicar un comentario