La radio, la televisión y hasta en los cortos de cine, somos
bombardeados por gente que nos espeta fórmulas y propuestas para mejorar al
mundo o, por lo menos, nuestro país.
Con palabras en rima, una retórica estudiada y bien maquillada, se
empeñan en convencernos de que ellos son mejores que los demás. En el fondo,
bien escribió mi hijo, todos están hablando de lo mismo y, los matices
mercadotécnicos, son la única diferencia entre uno y otro.
Pero el drama no termina con lo hueco de sus palabras pues, la
verdadera tragedia, es que quienes las pronuncian han perdido, en su mayoría,
credibilidad. Antes de ir a dar al pódium, cada uno de ellos, ha sido asesinado
por el monstruo de su propia creación: la mentira.
Y este asesino no es exclusivo de los políticos. Él es capaz de ir
destruyendo en todos los ambientes, desde el matrimonio hasta las naciones
completas.
La verdad, tantas veces asociada con la transparencia, es como un
cristal. Es como el escaparate que rodea nuestra integridad y, cuando surge la
duda, se empaña y nos desdibuja ante los ojos de quienes nos ven. Pero si llega
la mentira la golpea, la verdad se rompe y, muchas veces, las astillas matan
la fe y degüellan la confianza con su filo. Y, así como no se puede revivir a
un hombre degollado, ni la fe ni la confianza pueden reponerse de la herida y
mueren.
El esposo que miente, habrá de vivir con el cadáver de su credibilidad y la sombra de la incertidumbre,
el resto de su vida, rondará su matrimonio. El hijo que engaña a sus padres
perderá la valiosa herencia de la confianza de ellos y, así, hasta llegar a los
gobernantes que engañan a los gobernados.
Siendo una fórmula tan simple en las relaciones y aplicable a todas
las escalas, ¿por qué parece ser ignorada por aquellos que insisten en que
depositemos en ellos nuestra confianza? Y, ¿Acaso no es igualmente grave pensar
que su conciencia, adormecida o muerta, no les recuerde de sus mentiras y sus
fraudes?
Siempre es difícil decidir en quién entregar nuestra confianza pero
ahora, trágicamente, es motivo de duelo el pensar que, ninguno de los que se
han levantado merece recibirla pues, el valor de su palabra, es nulo.
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