A mi generación, el nombre de “Penélope” nos remonta a la canción de
Joan Manuel Serrat que, entre estrofa y estrofa, relata la historia de una
mujer que, con paciencia y anhelos, pasa la vida sentada en el andén de una
estación. El final, a pesar de lo melodioso del canto, nos envuelvía de frustración
al ver como ella, cuando el amante vuelve muchos años después, ya no reconoce
en el rostro envejecido al largamente esperado amor. ¡Cuánto tiempo perdido y
que absurdo resulta el final!
Lo curioso es que, observando con algo de detenimiento, me veo rodeada
de un mundo lleno de “Penélopes”. Hombres y mujeres que, habiendo concebido un
sueño de vida en su juventud, ven pasar su existencia esperando a que se
cristalice y desdeñando muchas oportunidades y bondades que les salen al paso,
simplemente, porque no son lo que alguna vez forjaron en su mente.
Entonces veo matrimonios y familias sucumbir cuando, al paso del
tiempo, no encajan con aquel diagrama de perfección que permanece dibujado en
su proyecto inicial. Ella se queja con amargura de las deficiencias de él y, él
vive la desilusión de la mujer perfecta que necesitaba para cumplir sus sueños.
Los ancianos, por su parte, se llenan de tristezas cuando su mundo,
incesantemente, les presenta pérdidas, retos y problemas. Y ven como sus vidas
se agotan, en la inútil espera del día impecable y perfecto para entonces ser
felices.
Los padres se decepcionan de los hijos, los profesionales, de sus
carreras y la cadena de desilusión es tan grande que, al final, se vuelve
insalvable y sólo queda la espera de lo que nunca vendrá en patética
resignación.
Creo que Penélope, después de
todo, no está tan sola en el andén pues, muchos tantos como ella, viven con los
ojos fijos en la quimérica ilusión y con el cuerpo ausente de lo que la realidad
les ofrece.
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