Una mujer, una anciana de 80 años, ahora es viuda.
Lo escribo y leo el enunciado en la pantalla –una y otra vez– en un
intento por comprender la dimensión de la noticia. Casi con obsesión, repito el
ejercicio para que esa realidad logre entrar en mi conciencia. Con intención,
omito escribir que el esposo ausente de esa mujer es mi padre y que la anciana
solitaria es mi madre. Entonces, aún con la verdad diseccionada, mi corazón se
aja a la luz de una verdad lloviznada de soledad.
¿Cómo se vive con medio corazón?, me pregunto al ver a esa bella
flor marchita por la pena. ¿Es posible levar el alma para andar por el mundo,
cuando has perdido las velas que empujaban tu barca por la vida?
Mi esperanza de verla revivir se desmorona cuando la miro dormitando en esa cama que, en un
solo instante, se volvió gigante. La reina del hogar donde nací ya no quiere
respirar, ya no quiere mirar al mundo ni contar ni un día más del calendario.
La anciana, mi mami, sólo quiere dormir. ¿Será que en el ensueño, en secreto, como cuando
jóvenes, ella y mi papi se reúnen para lanzarse miradas cargadas de amor hasta
enrojecerse el rostro? ¿Se habrán vuelto amantes en los sueños, engañando a la
realidad que quiere separarlos con el muro de la muerte?
¡Dios, como ha dolido ver partir a mi padre! ¡Y como duele no tener
palabras para consolar a mi madre!
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