Tengo
la certeza de que cuarenta es un número que encierra un
misterioso poder -dispuesto por Dios-, y poco comprensible para la razón humana.
Cuarenta
años en
el desierto fueron el tiempo necesario para que todo un pueblo aprendiera las
lecciones como nación
-aunque esos judíos
errantes no pasaran el examen final. El aislamiento en una cuarentena protege a
su entorno de contaminarlo, y le da espacio para su propia recuperación. Cuarenta días y cuarenta noches llovió sobre la Tierra y Dios purgó de su faz la maldad del
hombre. Y Jesús,
durante cuarenta días de
ayuno, además de
ser tentado tres veces por Satanás y sentir hambre, se dispuso a caminar el duro tiempo
de su vida junto a los hombres.
Y
hoy, a cuarenta días de
que mi padre murió,
despierto por primera vez sin la sensación de tener una daga a mitad del pecho. Al amanecer, la
libertad al respirar me despertó y me tomó unos minutos encontrar la delicadez del cambio.
¿Acaso fue mi oración desesperada pidiendo a Dios reposo y consuelo? ¿O sería el destilar de lágrimas que ya no pude
contener la noche de anoche?
Frente
a un lago trémulo y
el borbotear de la bañera, mi
tristeza se refugió en el
anonimato de los vapores y la humedad que envolvían mi cuerpo. Y en un rincón, encubierta bajo la
oscuridad apenas arañada por
el tiritar de una vela, mi alma se volcó en un llanto contenido por interminables cuarenta días.
Pero
mi lamento no pugnaba porque levantara el puño a Dios, ni mi voz era tentada para proclamar
reclamos. Fue más como
el lloro que bulle del corazón del camello que ha perdido algo en el desierto.
Mi
corazón, sin
mi comando, en algún
momento dejó de
llorar. Fluyendo en la libertad de su sentir, resolló cansado y volvió a navegar en el silencio de
una oración a
Dios.
- Gracias por mi padre –dijo mi
corazón al Señor, enjugando sin apuro las
lluvias de su dolor- porque aunque aún añoro su voz y sus sonrisas, y aunque vuelva a llorar su
partida al recordarlo, siempre tendré un “gracias” por haberlo dejado ser parte de mi vida.
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