martes, 21 de abril de 2015

"LA PROMESA: ¿Alguna vez te dije?

¿Alguna vez te dije que quise ser gimnasta? Fue como una fiebre que no me dejaba ni de día ni de noche.

Cuando comencé mi entrenamiento en casa, no había horario pues cualquier espacio sobre la alfombra era suficiente para incitarme a pararme de manos o rodar hasta culminar el ejercicio con los brazos y la barbilla en alto. Mi cuerpo, por primera vez, no me parecía flaco ni deslucido sino me parecía que tenía la estampa perfecta para ser la mejor de las gimnastas.

Entonces, las niñas miraban la pantalla para aplaudir a Natasha Kuchinscaya y Vera Caslavska a la que después apodaron la novia de México y trataban de imitarlas. Pero yo, secretamente, vivía emocionada por una motivación distinta: la sonrisa de mi papi.

Por coincidencia, una tarde arrobada de pasión olímpica, mi papá volvió a casa con una carga inusual de "colchonetas", que no eran muy distintas a aquellos colchones delgados cubiertos de lona plástica que se utilizaban en los gimnasios. Felipe, el empleado, recibió la instrucción de extender la colchoneta blanca, la más larga, a lo largo del jardín mientras mi madre con razón
reclamaba que el pasto de su jardín se arruinaría.

Haciendo oídos sordos, mi papi se colocó junto a la colchoneta y, con aire militar (o tal vez con la voz de un entrenador. . . no lo sé pues nunca había escuchado a alguno), nos ordenó que nos dispusiéramos en fila pues esa tarde nos enseñaría como hacer el "salto de tigre".


Supongo que esos primeros intentos no fueron tan acertados pues, al final de la tarde, me dolía el cuello y a la mañana siguiente amanecieron cabellos sueltos sobre mi almohada. Pero nada importaban los porrazos en la cabeza ni las raspaduras en las palmas de las manos pues el gesto de satisfacción y la voz de mi papi gritando ¡bien! mientras aplaudía el ejercicio bien ejecutado por alguno de nosotros eran la mejor razón para seguir intentándolo una y otra vez.

Muchas tardes esperé con impaciencia la llegada de mi padre, con los shorts y las ganas puestos, y escucharlo anunciar que extendiéramos la colchoneta para practicar un rato. ¡Nada amilanaba mi entusiasmo! Fue así como aprendí a hacer las ruedas de carro, a caer rodando y dar de maromas hasta que el estómago se me llenaba de palomas. Pero, más allá de las habilidades físicas, aprendí a disfrutar el orgullo que yo sólo por ser yo hacía florecer en los ojos de mi papi.


¿Y si extendemos la colchoneta para practicar un rato, papi?

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