¿Alguna vez te dije que quise ser gimnasta? Fue como
una fiebre que no me dejaba ni de día ni de noche.
Cuando
comencé mi
entrenamiento en casa, no había horario pues cualquier espacio sobre la alfombra era
suficiente para incitarme a pararme de manos o rodar hasta culminar el
ejercicio con los brazos y la barbilla en alto. Mi cuerpo, por primera vez, no
me parecía flaco
ni deslucido sino me parecía que tenía la estampa perfecta para ser la mejor de las
gimnastas.
Entonces,
las niñas
miraban la pantalla para aplaudir a Natasha Kuchinscaya y Vera Caslavska –a la que después apodaron la novia de México – y trataban de imitarlas.
Pero yo, secretamente, vivía emocionada por una motivación distinta: la sonrisa de mi
papi.
Por
coincidencia, una tarde arrobada de pasión olímpica, mi papá volvió a casa con una carga inusual de
"colchonetas", que no eran muy distintas a aquellos colchones
delgados cubiertos de lona plástica que se utilizaban en los gimnasios. Felipe, el
empleado, recibió la
instrucción de
extender la colchoneta blanca, la más larga, a lo largo del jardín mientras mi madre –con razón –
reclamaba
que el pasto de su jardín se
arruinaría.
Haciendo
oídos
sordos, mi papi se colocó junto
a la colchoneta y, con aire militar (o tal vez con la voz de un entrenador. . .
no lo sé pues
nunca había
escuchado a alguno), nos ordenó que nos dispusiéramos en fila pues esa tarde nos enseñaría como hacer el "salto
de tigre".
Supongo
que esos primeros intentos no fueron tan acertados pues, al final de la tarde,
me dolía el
cuello y –a la mañana siguiente – amanecieron cabellos sueltos
sobre mi almohada. Pero nada importaban los porrazos en la cabeza ni las
raspaduras en las palmas de las manos pues –el gesto de satisfacción y la voz de mi papi gritando ¡bien! mientras aplaudía el ejercicio bien ejecutado
por alguno de nosotros – eran
la mejor razón para
seguir intentándolo
una y otra vez.
Muchas
tardes esperé con
impaciencia la llegada de mi padre, con los shorts y las ganas puestos, y
escucharlo anunciar que extendiéramos la colchoneta para practicar un rato. ¡Nada amilanaba mi entusiasmo!
Fue así como
aprendí a
hacer las ruedas de carro, a caer rodando y dar de maromas hasta que el estómago se me llenaba de
palomas. Pero, más allá de las habilidades físicas, aprendí a disfrutar el orgullo que
yo –sólo por ser yo –hacía florecer en los ojos de mi
papi.
¿Y si extendemos la colchoneta para practicar un rato,
papi?
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