sábado, 18 de abril de 2015

“LAPROMESA: Mis regalos”

El fuego competía con la voz de mi padre para atrapar nuestra atención. Los vidrios de las lámparas coloreaban la estancia con los reflejos de las llamas y dibujaban de magia la estancia tapizada con los cuerpos de mis hermanos, tendidos unos junto a otros, frente a la chimenea.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más?
Mi papi leía con voz tersa y nosotros, sus ocho hijos y mi mami, escuchábamos como el Príncipe Feliz y aquella golondrina vanidosa se daban a la tarea de remediar las miserias –tiempo atrás desconocidas por ambos– de la gente sobre la que antes había gobernado el joven príncipe.

Con mejillas enrojecidas por el calor de la hoguera y el corazón arrobado por aquella historia, sentíamos como las lágrimas hacían hilos de tristeza sobre nuestras mejillas; y pocos percibimos aquel esfuerzo en la voz de mi papi, tal vez conmovido por la imagen empobrecida del príncipe o, tal vez, nunca lo sabré, emocionado por aquella estampa familiar que atesoraría por siempre.
Entonces, a pocos párrafos del final, la golondrina enamorada del príncipe lo besa en los labios y muere a sus pies; la estatua depauperada –ya sin gemas ni oro– es echada al fuego para ser fundida y vanos son los intentos del oficial de la fundición para desbaratar el corazón de plomo.  En los últimos renglones, Dios, al ver el amor y entrega de la golondrina y su amado príncipe, los acoge en su jardín celestial para vivir juntos para siempre al reconocer que ambos son lo más valioso de aquella ciudad.
La voz de mi padre calló. Todos imitamos su silencio y el chisporroteo de la leña encubrió nuestros resuellos y llantos ensordecidos bajo la manga de los pijamas. Las reflexiones nacidas esa noche zumbarían en nuestra conciencia durante muchos días. Todos, poco o mucho, durante esa velada, habíamos cambiado nuestra forma de ver el mundo.
Mi padre, frente al danzar de las llamas –sin  yo saberlo– había sembrado en mi alma joven la semilla del príncipe feliz, imaginando que tal vez un día –tal vez esta misma noche– mis ojos se abrirían sobre la ciudad llena de miserias y podría reconocer que “placer” y “felicidad” no son la misma cosas.
No sé pero, puede ser que aquella noche mi padre soñara con este día –esta misma noche que hoy vivo–, con la esperanza de que yo pudiera reconocerme bendecida y anhelara compartir mis gemas y mi oro, para bendecir a otros.
Mañana será mi primer cumpleaños sin mi padre y –no puedo negarlo– lo extraño más de lo que puedo explicar. Pero no será una celebración sin regalos pues –hace cuarenta años– en una noche maquillada con el encanto de su voz y el vibrar apasionado de las brasas, él me regaló, para este cumpleaños: 

Un recuerdo para aliviar mi nostalgia, 
un corazón compasivo 
y una enseñanza para vivir.


¡Feliz cumpleaños a mí!

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