El fuego competía con la voz de mi padre para atrapar nuestra
atención. Los vidrios de las lámparas coloreaban la estancia con los reflejos
de las llamas y dibujaban de magia la estancia tapizada con los cuerpos de mis
hermanos, tendidos unos junto a otros, frente a la chimenea.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita!
-exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más?
Mi papi leía
con voz tersa y nosotros, sus ocho hijos y mi mami, escuchábamos como el
Príncipe Feliz y aquella golondrina vanidosa se daban a la tarea de remediar
las miserias –tiempo atrás desconocidas por ambos– de la gente sobre la que
antes había gobernado el joven príncipe.
Con mejillas
enrojecidas por el calor de la hoguera y el corazón arrobado por aquella historia,
sentíamos como las lágrimas hacían hilos de tristeza sobre nuestras mejillas; y
pocos percibimos aquel esfuerzo en la voz de mi papi, tal vez conmovido por la
imagen empobrecida del príncipe o, tal vez, nunca lo sabré, emocionado por
aquella estampa familiar que atesoraría por siempre.
Entonces, a
pocos párrafos del final, la golondrina enamorada del príncipe lo besa en los
labios y muere a sus pies; la estatua depauperada –ya sin gemas ni oro– es
echada al fuego para ser fundida y vanos son los intentos del oficial de la
fundición para desbaratar el corazón de plomo. En los últimos renglones, Dios, al ver el amor y entrega de
la golondrina y su amado príncipe, los acoge en su jardín celestial para vivir
juntos para siempre al reconocer que ambos son lo más valioso de aquella
ciudad.
La voz de mi
padre calló. Todos imitamos su silencio y el chisporroteo de la leña encubrió
nuestros resuellos y llantos ensordecidos bajo la manga de los pijamas. Las
reflexiones nacidas esa noche zumbarían en nuestra conciencia durante muchos
días. Todos, poco o mucho, durante esa velada, habíamos cambiado nuestra forma de ver el
mundo.
Mi padre, frente al danzar de las llamas –sin yo
saberlo– había sembrado en mi alma joven la semilla del príncipe feliz,
imaginando que tal vez un día –tal vez esta misma noche– mis ojos se abrirían
sobre la ciudad llena de miserias y podría reconocer que “placer” y “felicidad”
no son la misma cosas.
No sé pero,
puede ser que aquella noche mi padre soñara con este día –esta misma noche que
hoy vivo–, con la esperanza de que yo pudiera reconocerme bendecida y anhelara
compartir mis gemas y mi oro, para bendecir a otros.
Mañana será mi
primer cumpleaños sin mi padre y –no puedo negarlo– lo extraño más de lo que
puedo explicar. Pero no será una celebración sin regalos pues –hace cuarenta
años– en una noche maquillada con el encanto de su voz y el vibrar apasionado
de las brasas, él me regaló, para este cumpleaños:
Un recuerdo para aliviar mi
nostalgia,
un corazón compasivo
y una enseñanza para vivir.
¡Feliz
cumpleaños a mí!
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