La habitación continuaba en penumbra y se respiraba agotamiento. Los
últimos visitantes habían partido horas atrás, dubitativos ante la sensación de
despedida final.
El remedio del aspirador había devuelto el tono de suspiro a la
respiración de mi papi. Su piel lucía con una lozanía inexplicablemente joven y
sólo la palidez parecía no encajar con su rostro relajado.
Mi hermano más chico, vencido por el cansancio, dormitaba en el otro
extremo de la cama dejando un espacio entre él y mi padre. Mi otro hermano
dormitaba en el reclinable, a unos cuantos metros, y la enfermera, como soldado
de guardia, respiraba pausadamente, sumida en un sueño ligero después de más de
18 horas de guardia.
Deambulando por la recámara, decidí recuperar mi lugar junto a mi
padre para tomar su mano y acompañarlo un rato más.
Tres habían sido mis peticiones a Dios y, dos, eran deseos
cumplidos. Sin exigencia pero con expectativa, seguía pidiendo que me
concediera ese tercer regalo: Acompañar a mi padre hasta su último aliento en
esta Tierra.
Hacía semanas que perdía la esperanza de poder tener ese honor pues
la compañía y las visitas eran incesantes. Y cuando se tienen 7 hermanos, la
posibilidad se diluye ante la certeza de que cada uno estaría pidiendo a Dios tener
el mismo privilegio.
Pero ahí estábamos, mi papi y yo, tomados de la mano. En un
instante, la tentación de guardar para siempre aquel momento me venció y tomé
una fotografía de nuestras manos entrelazadas. Después, sin motivo, mi hermano
menor se levantó y partió.
Me acurruqué junto a mi papi, una vez más, y le susurré que lo amaba,
intentando continuar con ese juego que inventamos durante sus últimas semanas,
donde yo le decía que lo amaba y él – compitiendo– me respondía que me amaba
más. El duelo de cariños debía ser jugado hasta el final del partido pero, esa
vez, ya no hubo respuesta. Cerré los ojos y acaricié su mano.
Su respiración era lenta, su mano tibia aún me sujetaba con el toque
suave de un bebé dormido cuando lo sentí. Con la misma ligereza de la mariposa
que abandona a la flor, así echó al vuelo el alma de mi papi. En un instante, su
presencia junto a mí se desvaneció como vapor que se dispersa. Su mano ya no
tenía su alma.
–¡Mi papi se ha ido! –anuncié, incorporándome, despertando a mi
hermano y a la enfermera. –Mi papi acaba de irse con el Señor.
Sin soltar su mano, observé a la enfermera como se aseguraba que no
había latidos ni respiración hasta confirmar que era cierto, mi padre había
dejado de existir en este mundo.
–¿A qué hora ocurrió? –preguntó.
–5:33.
Mi primer deseo –que mi papi fuera salvo por reconocer a Jesucristo
como su Salvador– vió sus frutos esa madrugada, cuando mi papi partió a vivir
en la eternidad con Dios. El segundo –que no sufriera en sus últimos días– lo
vi cumplirse mientras compartía la paz con la que recorrió esos últimos días de
postración. Y el tercero, a las 5:33 horas del día 10 de marzo, despedí a mi
papi mientras –juntos y tomados de la mano– se fue con alegría infinita al
cielo.
¡Gracias, Dios, por mis tres regalos! ¡Gracias por ese padre maravilloso
que ahora vive junto a ti!
Wow... Me encanta como escribes.
ResponderEliminarMe recordó cuando a su lado vi morir a mi Padre hace 23 años. Yo también corrí con esa suerte.
Me quedo con esos últimos momentos de paz, de amor, de comprensión.
Que en paz descanse.
Un fuerte abrazo.
Jesús