Dicen que las cosas mágicas
ocurren en la niñez. Yo he descubierto que es cierto pues, muchas veces, su
magia dura hasta que somos mayores. Por eso es que hoy saco del baúl
de mi memoria un recuerdo que me ilumina el corazón con su ternura.
Tenía yo siete años y era uno de los
días
en que amanecía más temprano que de costumbre pues. . . ¡era
Navidad! Aún en la oscuridad de la madrugada, los niños
corríamos
a buscar nuestros regalos debajo del árbol y más tarde, siguiendo una costumbre
familiar, nos arreglábamos para reunirnos en casa de mi abuela Julia.
Para mis hermanos y yo, sin embargo,
no era el mejor día pues Santa Claus tenía la mala costumbre de dejar el
trabajo de llevarnos juguetes a los Reyes Magos y él se ocupaba de
algo más
racional: ¡Nos regalaba. . . ropa!
Así que nos tocaba ver –con
un poco de envidia– los juguetes de los primos y esperar su generosidad para
compartirlos con nosotros. Pero una Navidad, alguien la convirtió
en una muy especial.
Mi tía Anita, al llegar a casa de la
abuela, con un grito de ¡Feliz Navidad! y el anuncio de que el viejo barrigón
había
pasado por su casa, se dispuso a entregarnos los regalos que el benefactor había
dejado bajo su árbol. Y, para mi deleite, ¡no era ropa!
Las niñas recibimos un pequeño
paraguas y el mío, dijeran lo que dijeran, era el más bonito con su
color rosado y las motas blancas. Fue tal vez lo único rosa que tuve en toda mi
infancia. Con el corazón rebosado de felicidad, lo abrí y comencé
a girarlo. Deseaba con toda el alma que comenzara a llover para poder usarlo,
pero no había muchas esperanzas de que ocurriera.
Cuando mi tía Anita me vio tan
contenta, preguntó –¿te gustó tu sombrilla, mi hijita?, no pude más
que sonreír con mi boca algo desdentada.
¡Sombrilla! Su pregunta me había
dado la clave. No tenía que esperar la lluvia para usar mi paraguas pues también
podría
usarla para cubrirme del sol.
Mi tía Anita, sin saberlo, me entregó ese regalo -y muchos otros- que hoy abro para protegerme del chubasco de tristeza que se cierne
sobre mi cabeza. Ella se ha ido y muchos lloramos su partida. Pero me consuela
pensar que, como yo, muchos más recibieron “una sombrilla”
que les servirá para sonreír con la magia de su recuerdo.
¡Gracias por esa alma generosa tuya y
esa presencia alegre que nos hizo reír tantas veces, tía
Anita!
Te amo
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