El carrito eléctrico
de juguete, nuevo, terminó en el fondo de la piscina; alguien casi cae de la
escalera y terminó con un raspón; esta mañana, tres niños llegaron tarde al
concierto escolar después de un atasco de 30 minutos en el tráfico; amanecí con
dolor de pies de tanto subir escaleras; y –la última noche– los hermanitos
durmieron separados después de una discusión en la que el corazoncito de ambos
se sintió dolido. El saldo de la visita familiar, en la casa de la playa,
parecía no tener el resultado “blanco” que hubiera deseado. Suspiré.
Entonces me
dediqué a repasar las fotografías tomadas sin más técnica que el azar. Mi nieto
más pequeño trataba de devorar una mazorca y, tras varios intentos, logró
hincarle el diente. ¡Cómo nos hizo reír! Su padre, después de varias décadas,
se aventuró a trepar al lomo de un caballo y hace un memorable paseo junto a la
hija de su corazón. ¡Bellos recuerdos se tejieron junto al mar! Mis dos nietos
mayores corrieron sorteando las olas, entre risas, y su piel quedó tapizada de
sol. Mi hija, el padre de mi nieto y mi esposo, haciendo múltiples rondas, se surtieron
un manjar sus mariscos favoritos dándose un inesperado banquete.
Caritas con
helados, juegos en carrito y abrazos espontáneos quedaron fijos en aquellas
improvisadas fotografías.
El reflejo de la
piscina me hizo pestañear, ¿o habrán sido las lágrimas de emoción que brotaron
al agitarse mi corazón contento? Fue inevitable sonréir.
La vida para mi familia –a pesar de los contratiempos y problemas propios de nuestra etapa– es
buena y más bueno es Dios con nosotros.
Y una frase que
alguien me dijo –mucho tiempo atrás– volvió a mi memoria:
“Toma la vida en
serio pero no demasiado, que de todos modos. . . ¡se va a reír de ti!”
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