De niños aprendemos sobre las estaciones del año escuchando explicaciones sobre los cambios en la vegetación, el color de los cielos, y la fiebre o lo friolento de los vientos. Pero aún cuando guardé la información aprendida en la escuela, nunca comprendí porqué los mantos blancos no se tendían sobre nuestros campos ni se teñían los horizontes de cobres y dorados.
Pero mi última clase sobre el rotar de los climas, la recibí cuando nos avecinamos con mi tía Anita durante el tiempo en que mi familia esperaba a que nuestra casa fuera remodelada. Con una puerta de por medio, era difícil resistir la tentación de cruzarla para vivir de cerca las costumbres de su hogar.
Así que con frecuencia y sin invitación de por medio, entraba a una casa que durante del correr de poco más de un año, la vi cambiar junto con las estaciones. Vajillas y decoraciones vestían el ambiente que engañaba haciendo pensar uno visitaba una nueva morada. Sin descanso, un sinfín de jarrones, manteles y adornos desfilaban mientras los de la temporada anterior -como vestidos pasados de moda- iban a dar a los armarios.
Y sólo una decoración había ganado el honor de posar sobre la mesa del comedor: las flores naturales frescas y engalanadas de follaje siempre verde. Igual vi rosas que claveles o lilis simulando campanillas. ¡Qué emocionante era recibir la sorpresa del cambio de vestuario de aquella casa! ¡Cuánto cariño transpiraba ese hogar, cariño que recibía día tras día de su ama!
Y si puedo hablar de lo guapura de la casa, cuánto más podría contarles de su dueña, mi tía Anita, ¡siempre guapa!
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