Hoy mi alma está de buenas y ¡no quiere dejar de sonreír!
Y es que, aunque amenazó con arruinarnos la fiesta, la muerte no llegó
hasta aquí. Mi primo, un poco mallugado por la sorpresiva enfermedad, esta
tarde, lucía como rey en la visita: Vestido de sonrisa y corazón de buen humor.
¡Cuánta felicidad me desbordaba al entrar a esa habitación de hospital!
Con bromas y risas hablamos de la sorprendente capacidad de los “Arnáiz” de
burlar a la muerte, aunque bien he aprendido que, ésta visitante, siempre se acerca
hablando en serio.
Volver a ver a mi primo, Darío Arnáiz o “Arnáiz”, como algunos lo
conocen, fue como volar sobre una ráfaga al país de los recuerdos.
Aun cuando Darío era de los primos pequeños, su flema y actitud adulta
nos impresionaba a los demás. Sólo bastaba escucharle unas palabras, para los
aires de adultez temprana se esfumaran y descubriéramos al chico dulce,
inteligente y sensible que realmente era.
Y, de entre mis memorias favoritas, está aquel día junto a la fuente
del Instituto Politécnico Nacional que, para nosotros, era el parque para andar
en bicicleta, trepar árboles y pasear a nuestros perros.
Una tarde, animados por el día
soleado y aprovechando la visita de los primos Arnáiz Salvador, decidimos
cruzar la calle para pasar la tarde andando en bici. Pero, algo más atractivo
que la bici cambió los planes de Darío. El agua, fresca y chisporroteante,
sedujo al espíritu investigador de mi primo. Y, sin pensarlo dos veces, comenzó
a competir con el chorro de la fuente en acalorada guerrilla.
¡Y que aparece mi tío! Alto y delgado,
con el cuello tenso y exageradamente erguido, lo parecía aún más. Entonces llamó
a su hijo, ordenándole parar. Los demás, deteniendo cada cual lo que estaba haciendo,
nos concentramos en la escena. ¡Se había metido en problemas! La voz del tío
Güero anunciaba un castigo y, conteniendo la respiración, nos dedicamos a observar.
-¡Deja de hacer eso! –volvió a
ordenar, pero Darío hijo la estaba pasando bien y se resistió al mandato. –Te
digo que saques esa mano de ahí –nuevamente amenazó, mientras continuaba con
paso decidido hacia el chico que, con cara inexpresiva, jugueteaba los dedos en
la fuente.
Los ojos del uno se clavaron en
los del otro. Varios dejamos la bicicleta en el suelo. El castigo se
vislumbraba mayúsculo cuando, quedando apenas un metro entre ellos. . . ¡Darío
echó a correr con una velocidad insospechada!
Nosotros, los primos, no sabíamos
si contener las ganas de aplaudirle y alentarlo a correr más rápido o reírnos
ante aquella imagen del hombre, siempre tenso y en pose calculada, pegando la
carrera tras su hijo, alrededor de la fuente.
La risa nos venció cuando vimos
la estrategia de Darío. Como en un acto de precisión, dejaba a su padre
acercarse hasta la distancia mínima de seguridad para, con ímpetus de liebre
silvestre, volver a salir corriendo.
¿Qué cuantas veces se repitió la
escena? Creo que las suficientes para que nadie pudiera contener las
carcajadas. Montando de nuevo nuestra bici, nos alejamos para no ser escuchados
mientras, tal vez cansado de tanto corretear, mi primo tomó camino de vuelta a
casa. Cruzando la ancha avenida, quedó fuera del alcance de su padre y nos
mostró el camino a seguir para dar fin al episodio.
Las buenas costumbres, supongo,
obraron a su favor y, como una visita educada, mi tío se ahorró el montar una
escena en casa de la hermana, mientras, en la habitación de los chicos, todos
mirábamos con un guiño de admiración al osado primo.
Mientras pasaba nuestra infancia, la vida de nuestros padres, las
distancias o, simplemente, el destino, nos fue alejando poco a poco. Las
visitas se espaciaron, los hermanos dejaron de promover los encuentros entre
sus vástagos y nosotros, como adultos, no opusimos resistencia a la inercia
establecida. . . hasta hoy.
Dicen que “la sangre llama”
y yo creo que tienen razón pues, aunque las canas y las sondas quisieron
engañarme, al volver a ver a mi primo Darío, pude reconocer a aquel valiente y
dulce niño, mi primito de la infancia, al que sigo queriendo como entonces.
¡Gracias a Dios por tu vida, querido primo! Y organicemos la fiesta
porque, ahora sí, tú y yo sabemos, ¡el tiempo corre!
P. D. Debo confesar que ese evento cambió mi destino muchas veces
pues, al reconocer la efectividad de la estrategia de mi primo Darío, comencé a
usarla para dejar atrás a mi madre, cuando amenazaba con infringir un castigo.
¡Gracias por el ejemplo, primo, me ahorraste muchas tundas!
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