Estoy segura que, al hablar de amor, imágenes de ropa limpia,
platillos calientitos y abrazos, vienen a la mente de la mayoría de nosotros.
¡Qué fácil es ver el amor de una madre! Niños acunados y arropados por las
noches, caricias y besos se piensan, y la gente se llena de ternura al pensar
en el abrazo de su madre.
Pero, ¿qué hay de todo aquello que ocurre y que da forma al hijo, en
silencio y casi en secreto? ¿Acaso es fácil ver lo que el discreto y abnegado
amor de un padre hace por los hijos?
De eso es lo que hoy quiero escribir. De todo aquello que los hijos no
ven y que sin embargo ocurre. Esas cosas que, a puerta cerrada, nosotras, las
esposas vemos y respaldamos por el bien de nuestros hijos.
Porque, ¿acaso nuestros hijos sienten cuando su padre, con sigilo y a
media noche, se escurre de la cama para ir a terminar aquel trabajo pendiente?
¿Han visto, alguna vez, a ese hombre desvelado y repasando la forma de pagar el
proyecto o sueño de su hijo amado? Y, cuando vencido por el sueño, ¿se enteró
ese pequeño de que fueron los brazos de su padre los que lo acarrearon hasta su
cama?
Y ni qué decir del silencio mediador o de las lágrimas que, por el
mito de género no derraman, cuando ese mismo hijo, ya crecido, levanta el puño
ofensivo y retador. ¿Acaso habrán visto nuestros hijos el dolor en los ojos de
su padre cuando, después de titánico esfuerzo por brindarles apoyo, ellos olvidan
pronunciar las breves palabras de gratitud que mostrarían al padre que su amor
ha sido visto?
Las decisiones difíciles, esas que ponen en riesgo la simpatía de los
hijos, y que tienen un alcance que determina su futuro, ¡son las que
corresponde tomar a los padres y nadie aplaude su valentía!
Estoy convencida que, antes que el homenaje a la figura tan visible de
la madre, los hijos deberían ponerse en pie y honrar a quienes dan sostén,
equilibrio y dirección a la familia: Los padres.
Entonces, para cuando se acercan los tiempos de una vida más
tranquila, llegan los nietos y, el abuelo, renuncia a sus descansos para volver
a jugar, reír y proteger a esos “nuevos hijos”. Su entrega, refrendada de amor,
reinicia el ciclo para ser plataforma de bienestar para los suyos, su
descendencia.
Sólo espero que, cuando a mis hijos entiendan el verdadero sentido de
la paternidad, aún tengan a su padre en vida y, con un corazón lleno de amor,
pronuncien dos frases cortas pero sentidas de verdad:
¡Gracias, papá, por ser mi padre! Y ¡Gracias, Dios, por el mejor padre
del mundo!
Salvador, Gordito mío, de pié y con ovaciones, te deseo un ¡FELIZ DIA DEL PADRE!
¡Dios te bendiga con toda bendición posible!
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