Llegados los cincuentas, hacemos una ruidosa fiesta, celebramos con la
familia y los amigos, gritando al mundo entero: ¡LLEGUE A LOS CINCUENTA!
Pero los años pasan y las fiestas anuales entonces, a veces se dan y a
veces no. Por las mañanas, se materializa aquella broma que dice que “Si después de los cincuenta, no te duele
nada al despertar, es que estás muerto”. Para entonces, los nuevos planes
que iniciamos son menos, un poco por medir nuestra energía y un tanto por haber
aprendido a discernir y no correr tras todas. Después de los cincuenta, vivimos
en mundos divididos y con el deseo frustrado de no tener el don de ubicuidad
que nos permitiría estar con nuestros hijos, nuestros nietos y los amigos al
mismo tiempo. Y, mientras recorremos ese segmento de las estadísticas, nos
estremecemos ante la idea de una muerte prematura del otro y vernos atrapados
en la tan temida viudez.
Con el caer de la lluvia, como música de fondo, escucho entre notas
nostálgicas la historia de quien le llegó esa hora.
Jacinto Cenobio, perdido su amor, le dice al ahijado: “Murió su madrina, la Trinidad; los hijos
crecieron y donde están; perdí la cosecha, quemé el jacal; sin lo que más
quero. . . que más me da”.
Acompaño al cristal que siente el correr de lágrimas del cielo y mi
corazón se paraliza por la sola idea.
No –pienso– la viudez no es para mí, así como el mundo no es mi hogar.
¿Cómo siquiera imaginar que puedo yo andar por esta tierra con medio corazón y
medio cuerpo? Si la mitad de mi se muere algún día, me pregunto, ¿cómo se vive
a medias? ¿Dónde está el lugar para los que sobreviven con el alma cercenada?
La canción acompaña mis pensamientos y, entendiendo a Jacinto, me uno
a dúo con la cantante. . .
“A naiden le diga que estoy acá”.
Sí, también los temores son parte de rebasar los cincuentas.
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