Nacer en el seno de una familia cuyo lema es “Excelencia y no mediocridad”, siembra en cada miembro un espíritu
de competencia que se convierte en el terreno sobre el que se finca la
personalidad y la vida.
Sin importar la actividad o reto, aprendes a redoblar el esfuerzo para
llegar a la cima, primero y más alto. La meta vital: Ganar.
Pero, ¿qué pasa con eso cuando tienes 53 años y una historia repleta
de tramos cuesta arriba? Simple. . . ¡Estás exhausta! Y lista para la siguiente
lección: Aprender a PERDER.
Y debo aclarar que la lección no es fácil porque, ¿a quién le disgusta
ganar? Llegar primero, hacer las cosas mejor que nadie y recibir el
reconocimiento por ello, en alguna forma, se vuelve adictivo y, como todas las
adicciones, difícil de dejar.
Para todo cambio de hábito, estoy aprendiendo, se deben fijar nuevas metas
alcanzables, sencillas. Así que, para desplazar la fanática costumbre de ganar,
estoy haciendo pequeños ensayos en un juego llamado “Apalabrados”. Y, para asegurarme el logro de mi objetivo,
me he liado en el jueguito con una experta. . . mi amiga Reyna quien, 9 de cada 10 juegos, me vence.
Varias cosas he concluido en el proceso de aprendizaje con mi amiga.
Primero, que siempre tengo algo nuevo que aprender, que puedo abrevar de la
experiencia de alguien más y que el límite de mi conocimiento estará en función
a mi empeño, tiempo y dedicación (y que no siempre tiene que ser al límite de
mis fuerzas). ¡Y vaya que he aprendido!
Segundo, que puedo disfrutar de lo que ocurre entre el comienzo y el
final, aunque este implique una derrota al fin de la contienda.
Y, más importante, que el hecho de que alguien sea mejor que yo en
algo, no me convierte en menos ni en fracasada.
Creo que es tiempo de ir por la vida cosechando pequeñas derrotas y,
de vez en vez, de manera algo más sana, sumando éxitos.
Así que. . . ¿Quién se
anima por un partidito de “Apalabrados”?
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